La celebración, en días pasados, del Día Internacional de la Felicidad me halló perdido entre los cafetos de la Sierra Norte de Puebla. Ahí, lejos del bullicio de la gran ciudad, me vino a la memoria la historia de cierta niña que destrozó el paradigma el día que su maestra—una mujer disgustada que veía escaparse los mejores años de su vida cuidando hijos ajenos—le preguntó qué quería ser de grande:
— ¡Quiero ser feliz! —respondió la pequeña de enormes ojos negros, muy convencida.
Pero ¿Qué tonterías son esas? — pensó doña Amargura—¿Por qué no querer ser doctora o astronauta, o cualquier cosa, que, a fin de cuentas, a su edad todas las ambiciones profesionales son igualmente válidas?” ¡Reprobada!
La felicidad, reflexiono, sin embargo, es la máxima aspiración del ser humano; lo sabemos de niños, pero lo olvidamos de adultos cuando las pequeñas cosas que nos hacían felices—una pelota, un patio de recreo o un par de mejores amigos—son reemplazadas por otras pequeñeces—un pequeño coche nuevo, una pequeña fortuna o una pequeña villa en San Marino con una piscina más cristalina que la del vecino—. El neoliberalismo, el estilo de vida que persigue las recompensas materiales en lugar del desarrollo espiritual, diría Lev Tolstói, es la doctrina del mundo… del mundo de los adultos, quiero decir.
A Tolstói le asquearían los adultos adeptos al modelo político-económico que ha sembrado bien profundo en la conciencia social la falsa idea de que la felicidad está ligada a las posesiones materiales, lo que ha hecho de la codicia, que solía ser un vicio privado que quedaba entre el pecador y el cura, una virtud pública digna de imitarse; conociéndole, vomitaría al burócrata corrupto que utiliza el cargo público para embolsarse un dinerito extra, al especulador que lucra con las necesidades de sus semejantes o al júnior que presume un Patek Philippe que vale más que mi departamento sin darse cuenta que, en realidad, es el reloj quien lo lleva puesto a él.
Tolstói, sin duda, se compadecería de los infelices afiliados al culto del metálico Mammón; el autor de ¿Cuánta tierra necesita un hombre? (1886) sentiría verdadera lástima por quienes acumulan telas, piedras preciosas y maderas labradas en frías bóvedas de banco, y por quienes viven pegados a una pantalla, pendientes de lo que ocurre en la bolsa de Nueva York o en las pasarelas de París, o encerrados en mansiones amuralladas y no, afuera, libres, disfrutando del sol y del aire puro.
Los reproches del ruso irreprochable, por supuesto, no son una apología a la pobreza ni, mucho menos, una crítica a la riqueza sino una admonición moral de vital importancia: “¿Cuánta tierra necesita un hombre?”, sentenciaría el que murió en la cama más austera. “¡Dos metros, de la cabeza a los pies, y nada más!”
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