Cierta vez, hallábase Julio Cortázar en el Champs Elysées, de París, cuando, a mitad de su acto, tuvo la visión fantástica de unos pequeños seres, “similares a globos verdes y húmedos”, que flotaban en el aire alrededor del teatro semivacío, estrellándose torpemente contras las paredes y las butacas. “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidro…—trató de ignorarlos, pero no pudo—¡Cronopio, cronopio!”
Los cronopios se convertirían, desde aquella noche, en los protagonistas del universo de Cortazar; en Historias de cronopios y de famas (1962), el Grandísimo Cronopio Mayor enlistará algunos de sus extraños hábitos, a saber: gustan de cepillarse los dientes en los balcones, para desgracia de los que pasan debajo, y de bailar todo el tiempo, entusiasmándose de tal manera que, a menudo, tropiezan entre sí y caen al suelo; y suelen soñar que la ciudad ofrece grandes fiestas a las que siempre están invitados. (Nunca lo están, pero no se desaniman: “Esas cosas les pasan a todos”, se consuelan, ingenuamente).
Los cronopios, añade Cortázar, son irreverentes, idealistas y, bueno, un tanto inocentes, razón por la cual, cuando han incursionado en el servicio público, lo han hecho escandalosamente. El cronopio director de la Dirección General de Radiodifusión de Argentina, por ejemplo, tuvo la loca idea de traducir todos los contenidos de las estaciones estatales al rumano, un idioma no muy popular en aquel país. Lo despidieron, por supuesto, pero, para el momento en que acudió a recibir su finiquito, la mayoría de los argentinos ya se había familiarizado con la cultura de Rumanía, los adultos escuchaban Rosa, rosa, de Sandro, en la voz de Spatrau y los pibes que el fin de semana pasado se desgañitaban en La bombonera ahora se desvelaban para ver al Steaua Bucureşti y lucían en sus espaldas, orgullosos, el 10, no de Riquelme sino de Jorge Hagi.
Los cronopios, se observa, tienen la capacidad de transformar la realidad drásticamente, pues son lo suficientemente audaces como para darle la vuelta a un mundo rígido, sujeto a las reglas y a los convencionalismos sociales más frustrantes. Estos chunches son, digamos, el equivalente cortazariano a los outsiders de Wilson, a los artistas malditos de Baudelaire o a la minoría creativa de Toynbee; son, pues, los genios, los sabios, los místicos, los grandes políticos, las mujeres y los hombres ejemplares cuyas ideas revolucionan las conciencias y sobre cuyos hombros, aunque no lo sepan, descansa el peso de las sociedades y de las civilizaciones.
En la hora crítica en la que las estructuras que han sostenido al mundo durante décadas comienzan a tambalearse, estremecidas por desafíos políticos, tecnológicos y medioambientales inéditos, mal haríamos, pienso, en nadar de a muertito en la inercia de la historia; mejor, sugiero, enfrentemos los grandes retos de nuestro tiempo como lo harían los cronopios:
Los problemones que nos quitan el sueño últimamente son tan complejos que no pueden ser resueltos mediante estrategias convencionales; es preciso, en consecuencia, pensar fuera de la caja, estar abiertos a alternativas y enfoques innovadores, y, sobre todo, tener la voluntad política de ponerlos en práctica.
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