Javier Milei cumple 6 meses al frente de Argentina, medio año marcado por los recortes en el gasto público, especialmente en lo tocante al aparato burocrático, a la asistencia social y a la obra pública, así como a los subsidios a la energía, al transporte y a la educación (Plan Motosierra). Y por la polémica, mucha polémica.
Anclado en la extrema derecha del espectro político, Milei se define a sí mismo como un híbrido de anarcocapitalista, liberal-libertario y minarquista, lo que nos da color sobre sus oscuros deseos de desmantelar, desde adentro, al Estado. No es mi intención analizar la compleja ideología del presidente argentino—caso de diván, me parece que combina, a su vez, lo mejor de Menem y lo peor de Porcel—pero sí, abordar una cuestión que pone sobre la mesa de la manera más burda: ¿Qué obligaciones tiene, en realidad, el Estado con sus ciudadanos?
Siempre se ha dicho que la obligación primordial del Estado es garantizar a los ciudadanos ciertos derechos, cosa que suele darse por buena. Lo que consideramos como derecho, observó, sin embargo, varía dependiendo de las circunstancias; de tal suerte, por ejemplo, mientras que los cristianos asentados en Roma a principios del s. IV consideraban como tal la práctica de la fe o Lafrague, tomar una siesta los miércoles, a medio día, Milei cree que no hay otro que el de la seguridad ya que, como advertía Hobbes, si las autoridades no brindarán algún tipo de servicio de seguridad, los argentinos recaerían a su estado pampero, “donde vivirían una vida solitaria, brutal y corta”.
Poniéndonos quisquillosos, podría defenderse, incluso, que el único derecho que debería garantizar el Estado es el derecho a la vida proveyendo a los ciudadanos de una renta básica suficiente para comprar una ración diaria de 300 g de choripán y 60 de alfajores pues, como se sabe, desde un punto de vista puramente fisiológico, el argentino común no necesita más que unas 2 mil calorías al día para sobrevivir y, por lo tanto, como afirma cierto filósofo de cuyo nombre no quiero acordarme porque me produce escalofríos, otros supuestos derechos, como el acceso a los servicios de educación o de salud, o a la internet, serían “un lujo” (Harari, brrr).
Peores escalofríos me provoca darme cuenta, en fin, que ninguna de las lujosas responsabilidades que el Estado ha adquirido tras siglos de lucha social es irreversible, así que los ciudadanos no deberíamos encariñarnos demasiado con la antigua Ley de Jubilaciones y Pensiones de Bismark o con los artículos 23 y 25 de la Declaración universal de los Derechos humanos, relativos al derecho a una vivienda digna y al empleo satisfactorio y bien remunerado.
Tampoco debería hacerlo yo con mi derecho a bañarme dos veces al día, pues seguramente, más temprano que tarde, la sugerencia de reducir el consumo de agua potable para satisfacer los requerimientos necesarios de higiene a cinco o seis cubetas diarias se vuelva una obligación.
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