Campo Elías Delgado era un tipo educado y culto, tenía 51 años. Aquella noche ocupó una mesa cerca de la barra del bar, al fondo del restaurante—Pozzeto, se llama aquel tugurio reconvertido en escalofriante atractivo turístico—; ordenó pan, un plato de espagueti y varias copas de vino, que bebió una tras otra. Luego, desenfundó el viejo Smith & Wesson que había adquirido recientemente, en rebaja y abrió fuego sobre los comensales.
La prensa diría que Campo Elías estaba un poco pirado, que había regresado trastornado de la guerra y creía ver vietnamitas con trinchetes por todos lados; quizá, algo hubiera de cierto, pero la realidad suele ser más compleja. ¿Acaso, me pregunto, el atroz crimen pudiera haber sido producto de una sociedad perversa en la que el Mr. Hyde que todos los hombres llevamos dentro asomaba impunemente de la bata del Dr. Jekill del mismo modo que un ejemplar de la novela de Robert Louis Stevenson lo hacía del bolsillo de la gabardina del asesino?
En la Bogotá de los 90, reinaba Mr. Hyde; todos—o casi todos, porque incluso en aquella Sodoma tropical habría algún hombre honrado—vivían al filo de la ley: algunos mataban, violaban o robaban; otros tiraban basura en la calle, se pasaban los altos o invadían los pasos cebra impunemente. Erradicar no solo los delitos sino el mal que los propiciaba sería la misión de vida de Antanas Mockus, quien llegó al gobierno de la ciudad a mediados de la década prometiendo bajar el tono, es decir, promover la cultura cívica a fin de reducir la agresividad individual y colectiva. Misión difícil pero no, imposible:
Apenas se instaló en la alcaldía, Mockus implementó una serie de políticas públicas que transformaron profundamente la forma de ser de la sociedad bogotana. Bajar el tono implicó que las calles se llenaran de simpáticos mimos que regulaban el tráfico y los balcones, de músicos que ponían a bailar a quienes antes delinquían, y que en las escuelas se pusieran en marcha programas educativos para enseñar a los niños valores cívicos con la intención de formar una generación más amable, acciones cuya eficacia sólo sería superada por la de las infames perreras municipales.
Ignorando aquella mácula que, irónicamente, condena a Mockus al séptimo círculo del Infierno, enfoquémonos en lo bueno. Las políticas implementadas por Mockus no solo tuvieron un impacto positivo en el ejercicio del gobierno sino que cambiaron, para bien, la propia forma de gobernar, dejándonos a los interesados en esos menesteres una lección importantísima:
La verdadera transformación social comienza por cambiar la actitud de los ciudadanos y esto no es posible únicamente mediante medidas punitivas sino a través de la pedagogía, el ingenio y el humor.
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