Del amplio catálogo de promesas políticas, una ha desaparecido casi por completo: la del crecimiento económico. Todavía, hace no muchos años, los numeritos relacionados con el aumento de la producción de bienes y servicios del país se discutían alegremente en las tertulias. Recuerdo, siempre, a un viejo amigo—literalmente, viejo amigo—que en 2018 gritaba a las nubes porque el, entonces, presidente electo prometía que creceríamos solo un 4%, cosa que adversaba a aquello predicaron Moisés y todos los profetas: “¡Acumular, acumular!”
El amigo del que les platico—economista educado en las mejores escuelas neoliberales, para más señas—perteneció a la generación que gobernó el país en la época en que la bonanza petrolera originada por el descubrimiento del mega yacimiento de Cantarell creó la ilusión de que el crecimiento no tenía otros límites que los que fijara nuestra imaginación. Aquellos pozos rebosantes de oro negro, sin embargo, habían comenzado a agotarse desde el momento en que extrajimos su primera gota. El paradigma del capitalismo, entonces, debía ser revisado: ¿puede el crecimiento continuar infinitamente en un planeta finito?
En 1972, el Club de Roma publicó un celebérrimo informe titulado ”The limits to gowth” que buscaba responder a esa pregunta; a la oenegé basada en una capital europea que irónicamente no es la italiana le inquietaba que el crecimiento ilimitado pudiera materializar la visión apocalíptica descrita por Thomas Malthus, según la cual, debido a que el número de seres humanos crece más rápidamente que el de los recursos que consumen, nuestra raza experimentaría una pauperización progresiva que conduciría al colapso social y posiblemente, a su extinción (An essay on the principle of population, 1798).
En su informe, los expertos confirmaron la teoría de Malthus; efectivamente, advirtieron, puesto que los recursos no renovables, la tierra cultivable o la capacidad de absorción de la polución de nuestro planeta son limitados, si continuábamos creciendo ilimitadamente, colapsaríamos en el transcurso de este siglo. La solución, concluyeron, era reducir el número de personas consumidoras de recursos; de tal suerte, recomendaron a los países implementar inmediatamente estrategias de control poblacional que, a botepronto, pueden parecernos muy progresistas pero que, en realidad, refuerzan el statu quo:
En esencia, las recomendaciones de Malthus de “hacer calles más estrechas, hacinar a más personas en las casas y provocar enfermedades en los barrios obreros” no son muy distintas a las de los expertos modernos de despenalizar el aborto o promover la planificación familiar y el uso de anticonceptivos pues en ambas subyace la idea de que uno debería tener solo tantos hijos como pueda buenamente mantener y no tantos como a duras penas puede subsidiar papá-Estado.
La consecuencia evidente de éstas políticas, observó, añadiendo contradicciones a nuestra, de por sí, revuelta agenda, no es otra sino la conservación del predominio de las élites frente a la emergencia de una masa cada vez más numerosa, más hambrienta y seguramente, más enojada.
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