El viaje de la libélula

De los errores se aprende a ser autocompasivo

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Frecuentemente, te pasa que…

  • Cuando te equivocas en algo, ¿se te dificulta retomar el curso de lo que estabas haciendo?
  • ¿Te provoca ansiedad la simple idea de poder cometer un error?
  • ¿Te obsesionas y centras toda tu atención en el fallo cometido por un largo periodo de tiempo?
  • ¿Tu mente se satura con pensamientos o ideas que te ridiculizan?
  • ¿Recurres a la culpa como una forma de enfatizar tu equivocación?
  • ¿Inmediatamente te domina una sensación de incapacidad, insuficiencia o inutilidad?
  • ¿Tiendes a generalizar lo que te ha sucedido con expresiones como “nunca podré hacerlo”, “siempre me pasa lo mismo”, etc.?
  • ¿Te comparas con otros a los que consideras mejores que tú en ese aspecto o situación?

Si con mayor frecuencia respondiste afirmativamente a las preguntas, es posible que necesites practicar el ser autocompasivo.

Para algunas personas suele ser más sencillo perdonar los errores de los demás, pero cuando se trata de reconocer la equivocación en sí mismos, se vuelven su peor juez y su más exigente crítico.

Sucede que, en el momento en que nos resulta muy difícil entender al error como una situación natural de nuestra cotidianeidad, nos distanciamos de la capacidad de ser comprensivos para con nosotros, es decir que, entre más nos forcemos a encarnar ideales rígidos de cómo creemos que debemos ser, menos empáticos y autocompasivos podremos llegar a ser en realidad.

Este tipo de pensamiento, que poco espacio deja al error, suele ser difícil de superar cuando se nos ha vuelto un hábito mental. Se expresa de diferentes formas, según la historia personal de cada individuo, aunque mucho se relaciona con sentimientos orientados a la culpa, la insuficiencia y la vergüenza. A su vez, este tipo de sensaciones tienen un motor común: la elaboración de juicios.

El enjuiciar una experiencia implica la valoración de la misma, aunque no siempre lo hacemos de manera consciente. Esto nos lleva a “interpretar” la realidad conforme a nuestra subjetividad la cual, muchas veces, termina por encasillar nuestras experiencias en términos de aquello que nos han enseñado: que lo que hemos hecho está bien, por lo que es bueno, o está mal, por lo que es malo. 

Así que no es raro que tendamos a asociar la equivocación con algo malo. De hecho, mucho tiene que ver con las expectativas que hemos construido a lo largo de nuestra vida, pues muchas de las formas en las que tradicionalmente somos educados, tienden a resaltar el error y premiar poco los logros obtenidos —tanto en casa, como en las escuelas—. Pareciera que hemos sido programados para sentir vergüenza cuando nos equivocamos, por lo que cuando nos vemos en ese tipo de situaciones, asociamos el error con una experiencia desagradable y, en ocasiones, hasta humillante.

Ahora, una buena noticia es que, en la mayoría de los casos, estas rutas mentales han sido aprendidas y podemos desaprenderlas para reemplazarlas por nuevas estructuras y creencias. Por ello, comparto algunos apuntes respecto a la construcción de nuevos hábitos mentales, más flexibles y autocompasivos:

  1. La autocompasión no es sinónimo de ser auto-indulgente

La primera se asocia con una actitud aceptante, consciente del aquí y el ahora, por lo que facilita la comprensión y las actitudes empáticas y de autocuidado. Así, es distinta de la auto-indulgencia, pues ésta otra se relaciona más con el “sentir pena por uno mismo”, lo que deriva muchas veces en actos negligentes o en una permisividad extrema, lo que puede ser dañino para nuestro bienestar.

  1. Seamos autocompasivos, hasta cuando hemos fallado en serlo

Si has decidido comenzar a practicar la autocompasión y te descubres sintiéndote mal porque, de una u otra forma, aún te resulta difícil y sigues cayendo en tus viejos hábitos de auto-regaño y culpa, te sugiero que hagas una pausa, respires y vuelvas a comenzar.

A veces, el proceso incluye recaídas, es normal. Sólo recuerda que en la autocompasión procuramos dejar nuestra voz de juicio fuera, reducir las etiquetas de lo que es bueno o malo y contactamos con nuestras necesidades, sin volvernos negligentes o caprichosos.

  1. Plantea objetivos y elabora un plan flexible

Es saludable visualizar una meta y planear para llegar a nuestros objetivos, pero si las cosas no llegaran a salir conforme a lo que diseñamos o lo que imaginábamos, tampoco sucumbas a la idea de que has fracasado, pues te conducirá a la frustración. Después de todo, un plan puede contemplar hasta aquellas contingencias que no eran parte de nuestro ideal, pero que pueden llegar a suceder. Ningún plan humano es perfecto.

  1. Juega con la posibilidad de hacer el ridículo o de experimentar lo absurdo

Si te aterra la simple idea de cometer errores o fallar en algo, es casi seguro que también te causa vergüenza la idea de hacer el ridículo. Juega a imaginarte en ese tipo de escenarios o explora alguna actividad que te sensibilice a ello —el teatro es una gran opción—. Así, si llegases a encontrarte en esa situación, en lugar de lanzarte de lleno a lo catastrófico de haberte equivocado, puedas intentar re-significar ese evento con algo de humor y encontrarle el lado tragicómico.

Ya sea que te propusiste llevar una alimentación más sana y tuviste un desliz en la semana, que fallaste una prueba en la escuela, que decidiste que este semestre “sí le ibas a echar más ganas” y aún no has llegado a ese punto, que no hiciste el ejercicio físico que te prometiste, abusaste del ocio y dejaste a lo último algunas cosas que desearías haber hecho con tiempo, etc.; errar es algo natural.

Recuerda que no somos perfectos, pero que como seres humanos estamos llamados al desarrollo de nuestra propia persona y tenemos la capacidad de darle significado a nuestras experiencias, para así transformarlas en aprendizajes positivos y que nos ayuden a desarrollarnos día con día.

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