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De cuidados y cosas peores

Por Yonadab Cabrera / /

No me quise ir, quería despedirme de mi mejor amiga; darle ánimos y toda mi buena vibra para uno de sus tantos estudios de alergias. Ya saben, entre las cenizas del popo, la maldita primavera, el calor, la sudoración, el polen, las abejas, los pájaros, los ácaros y todo lo que causa esos males de estornudos incesantes y mucha mucosidad.

Estaba muy seguro que le transmitiría fortaleza a mi amiga, que vería mi cara sonriente de que todo saldría bien y que la estaría esperando al salir de sus pruebas.

—Yona ya vámonos— dijo una voz parlante que me correteaba.

—No, hay que esperarnos hasta que se vaya al laboratorio.

—Ok— respondió la voz cotorra.

Llegó una enfermera, subió a mi amiga a una silla de ruedas, de pronto la imagine en esa sala fría donde hacen los exámenes, sentada en un lugar muy frío y con las nalgas heladas, siendo atravesada por varias agujas. Me puse pálido, mi semblante cambió: de una risa fingida de oreja a oreja solo me quedó una cara de espanto, llena de lágrimas; me empezó a faltar el aire y sentía que me iba, en cualquier momento caería desmayado.

—¡Quita esa cara! ¿Para eso te querías quedar? Solo para desmayarte y chillar.

—Es que me dan miedo los hospitales.

Y salí huyendo despavorido

Esta anécdota me hizo recordar las veces en que he tratado de cuidar a un enfermito y lo desastroso que resulta.

Verán.

Don Miguelitro

Transcurría el 2014 cuando mi abuelito enfermó, fue internado en San Alejandro, una tía y dos tíos vinieron a cuidarlo, yo me ofrecí a hacer lo mismo todas las tardes al salir del trabajo, pero ese fue un grave error, mi abuelito lloró, suplicó e imploró que por el amor de Dios ya no me dejaran cuidarlo, que mejor me asignaran otras tareas como la de chofer.

En aquella tarde lluviosa de verano, al pobre de “Don Miguelitro” le empezaron a dar calambres en las piernas y ante mi falta de conocimientos sobre calambres, dolores musculares, de huesos y de la medicina en general, lo único que se me ocurrió fue sobarle las extremidades, lo que jamás pensé es que lo lastimaría.

—No así no, despacio ¡Me estás lastimaaaaaando! Ya mejor déjame. ¡Ay! ¡Aaaay! ¡Aaaaaay!— gritaba mi abuelito con una voz y un rictus de dolor terrible, se ve que no podía ni con su alma.

—Pero los calambres te están causando mucho dolor.

—Sí, pero tú me estás lastimando más en lugar de calmarlos.

—Mejor acomoda la camilla para que me pueda sentar.

—Está bien.

Por supuesto, yo ya estaba muy nervioso por mi primer error, y es que no me gusta equivocarme, lastimar a los enfermos y menos que me regañen.

Intenté acomodar la camilla, estaba dura la palanca con la que se levanta el respaldo, hice tanta fuerza que mi abuelito salió volando con todo y su tipie del suero, se le salió la aguja y le pegamos al enfermo de la cama que estaba a un lado. Claro, el regaño nuevamente fue demoledor.

—¿Qué estás hacieeeeeendo? ¡Nos vas a matar!— me dijo mi abuelito desesperado ante mis tonterías. Luego le enderecé el respaldo más de lo que debía y al final harto de mí solo dijo

—Dile a tu tía Bertha que suba por favor.

—Si abue, mañan te vengo a ver eeehhh. Te quiero.

Mi abuelito puso al tanto a mi tía de lo que había pasado; desde ese momento ya no dejaron que lo cuidara, solo iba lo saludaba y me salía, además de que me encargaron lavar la ropa y responsabilizarme de los víveres para todos.

Primo René

Yo pensé que nunca más iba a pasar lo que ocurrió en 2002, en el Centro Médico Nacional Siglo XXI.

En aquella ocasión, coincidió mi visita a mi primo y el hecho de que lo darían de alta. Subí muy contento a verlo, lo puse al tanto de los chismes de la familia; todo iba bien hasta que empezó a toser. Me dijo que le diera unas palmadas en la espalda para que pudiera expulsar las flemas y así lo hice.

—No chingues más fuerte, con esas caricias nunca sacaré las flemas— expresó en su tono de siempre, muy risueño y alegre.

Entonces procedí a darle unas nuevas palmaditas en la espalda.

Crash, crash, crash (Léase como onomatopeya de palmadas en la espalda).

—No manches, pinches palmadotas, casi haces que se me salgan los pulmones, ya déjale así. Mejor pásame ese frasco, eso hará que saque los gallos.

Me quedé muy nervioso porque lo lastimé.

Luego me pidió “el ese para orinar”.

—Eso es un termo. El pato está debajo de la cama.

Y justo cuando dijo eso, estaba levantando la sábana que arrastraba en el piso para ver el pato, pero mi mano chocó con él y se regaron los orines.

—Ups.

—¿Qué pasó? ¿Qué hiciste— preguntó mi primo al mismo tiempo en que hacía malabares para agacharse y ver lo que ocurría debajo de la cama.

—¿Yooo? Nada, no hice nada.

—Ay, no puede ser que no puedas hacer nada bien, ya tiraste los orines. Ahorita háblale a una enfermera para que los venga a limpiar y pásame el pato por lo que más quieras que ya me hago.

Estaba tan nervioso que no sabía cómo pasarle el pato, no sabía a qué altura dárselo, si haría acostado, sentado, se voltearía, se lo pondría debajo de las sábanas. No sabía naaaaada y entré en histeria y angustia que hicieron que temblara y cuando nos dimos cuenta:

—¡No maaaaaames! Ya me echaste todos los miados encima, estoy todo mojado, todo está mojado… Aaaaaaaaaaaahhhhhhhh… mejor llámale a Brenda— clamó mi primo desesperado ante el temor de que algo más le fuera a pasar y enseguida corrí por mi prima.

Pasaron las horas cuando nos dieron la buena noticia de que sería dado de alta, y mientras mi tía Bertha, mi tío René y mi mamá ayudaban a mi primo a salir, a mí me dijeron que guardara las cosas, dejara vacío el cuarto y eso hice, saqué todo: el pato, la jarra del agua, las cobijas, las maletas con la ropa de mi primo, el florero, la almohada, las cobijas, toooooooodo.

En realidad, no sé cómo le hice para cargarme todo y salir del hospital, tampoco supe por qué no me detuvieron los de seguridad, pues prácticamente me estaba robando las cosas del Centro Médico Nacional Siglo XXI, obvio yo no lo sabía.

Poco a poco y ante mi torpeza para andar, mi mamá y mi tía Bertha me fueron quitando cosas, hasta que me aligeraron la carga.

—No entiendo por qué vienes tan cargado si no eran tantas cosas las que trajimos— dijo mi tía Bertha con su tono característico de duda y encabronamiento.

De pronto empezó a ver lo que llevaba en las manos: en la izquierda el pato con los orines y en la derecha la jarra del agua llena de agua. Por supuesto, provoqué su ira.

—¿Qué te pasa? ¿Estás loco? ¿Cómo te trajiste el pato y la jarra del agua y todavía llena? ¿Pues qué no piensas? Esas cosas ni siquiera son de nosotros, son del hospital.

—Bueno las regreso— respondí en mi tono de “Ya la cagué”.

—Qué vas a regresar ni qué nada, ya vámonos. Si quiera le hubieras tirado el agua a la jarra, no que la vienes cargando y caminando despacito para que no se te caiga. De veras que te patina.

Y así fui soportando el regaño desde el hospital hasta el taxi, mientras mi primo se iba riendo y burlando a carcajadas.

 

Al menos lo hice reír y pasó un día feliz.

 

Moraleja: Si saben que lo suyo no es eso de cuidar enfermos, mejor ni se ofrezcan, puede salir contraproducente.

 

¡Claro, chinguen al guapo! 

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