La persona y la cámara

El Poder del perro y la sutileza cinematográfica

- Foto: Especial
Por Bryan Rivera /

Cuando conversamos, emitimos una dialéctica que adquiere forma en el diálogo y en los movimientos corporales; exponemos las opiniones, las inquietudes, y hasta los secretos, de manera directa, frecuentemente, en gestos y silencios donde el inconsciente expresa lo que, a veces, ni siquiera reconocemos.

En el cine, esta representación toma varios caminos, ya sea en conversaciones directas o en acciones no verbalizadas, donde los sujetos de acción toman un vaso, esquivan la mirada o ejercen cualquier cometido que no requiere de una explicación directa, por estar implícita.

¿Pero qué pasa con aquellas ocasiones en que la historia, deliberadamente, omite acciones concretas de las que, por el contrario, solo se da cuenta de forma ambigua y parcial, mediante las referencias de los personajes? “Ayer hice esto”, sin mostrar el suceso.

La sutileza, vista como una manera estética de expresar una situación dada, tiene tantas aplicaciones como la propia amplitud del término. Su función es, también, dotar un efecto distinto a la manera en que se presentan los acontecimientos. Se trata, pues, de uno de los recursos que sostiene una de las máximas del arte: cada pieza es distinta por la manera en que se representa.

Ejemplo de ello es El poder del perro, película recien estrenada en Netflix: un westler que da cuenta de la homofobia en el lejano oeste, la normalización del machismo y la protección de —y hacia— una madre. Si bien vale como un espejo crítico sobre una condición que últimamente ha estado en juicio, una de las cosas altamente considerables es el tratamiento de la historia.

El filme plantea una fórmula donde ciertos acontecimientos relevantes no son mostrados en escena, dando muestra de ellos a través de cortas reminicencias de los personajes: pequeñas menciones sobre lo ya acontecido que marcarán una vuelta de tuerca en lo venidero, una omisión que no significa ausencia de contenido.

La adaptación de la cineasta Jane Campion decide que el espectador no debe tener toda la información servida, sino que habrá de desgranarla, prestar atención a los diálogos y acciones para interpretar lo anteriormente ocurrido, como si se tratase de un parpadeo donde, privados de lo previo, debemos ponernos al tanto de lo que perdimos en un abrir y cerrar de ojos, o como si hubiesemos estado ausentes en un importante descubrimiento.

Esta ejecución cinematográfica toma fuerza al final de la historia, cuando nos dicen, sin decirlo, lo que verdaderamente ocurre con sus personajes: aquello de lo que se dejó pistas a lo largo de la película, en diálogos en apariencia insignificantes, mas no encriptados. 

El recurso es justamente aplicado bajo el rigor de una sutileza que le da su valor estético a la obra, cuyos movimientos de cámara son tan lentos como la pasividad de la llanura donde ocurren los acontecimientos.

La omisión de determinadas escenas ocurre principalmente en la construcción del guión en la creación de la escaleta. Con el salto deliberado de acontecimientos que, no obstante, sí existen dentro de la historia, El poder del perro lanza un fuerte mensaje, en términos creativos: la omisión no significa ausencia, y la ausencia, a veces, es solo una incapacidad de entendimiento. La sutileza significa decir menos, para contar más.

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