La persona y la cámara

Annette: una ópera, una tragedia y un acto de consciencia 

- Foto: Revista Rayas
Por Bryan Rivera /

Annette, de Léos Carax, no es una película para cualquier público. Quienes gusten de los musicales, encontrarán en ella una propuesta que se desmarca ampliamente del lugar común del género, aquel que se totaliza en una historia de amor idílica, marinada con comedia.

Es, en primera instancia, una tragedia, en el sentido estricto de la dramaturgia griega: aquel género dramático ancestral, donde los protagonistas quedan anclados en un destino fatídico, marcado proféticamente por los dioses.

No es una película sencilla de asimilar. Fácilmente, quien la vea, podrá entender el sentido de la historia, pero mantiene símbolos, figuras semióticas, que en el espectador promedio generarán confusión, calificando ciertas partes como un gesto deliberadamente artístico —es decir, “incomprensible”— de sus guionistas: Léos Carax, Russel Mael y Ron Mael.

Vayamos por partes: Annette nos habla del comediante transgresor Henry McHenry y de la cantante de ópera Ann Defrausnox, una pareja conformada en la turbulencia del éxito.

Amor pleno, entrega erótico-sentimental, cuya fragilidad queda expuesta cuando Henry mira hacia el “abismo”: aquella parte decepcionante, horrible de su existencia, que demuestra que las cosas aparentes de la vida están terriblemente mal.

De esa forma, el filme romántico toma su consistencia de tragedia, haciendo un uso bastante singular de la música para ello. La lírica de las canciones sirve para exteriorizar los complejos de cada personaje, dichos por ellos mismos, formándose un soliloquio donde cada uno queda expuesto frente a un espejo autocrítico. Otro mérito de las letras es que están formadas en rimas.

Es una película para todos y para pocos. En su dimensión semiótica, Annette bebe el estilo del cine de autor clásico, que consiste en dejar mensajes encriptados, en forma de imágenes, para colocar significados profundos que la trama no demuestra explícitamente.

La manzana que Ann come no es ningún acto decorativo. Su significado tiene dos ángulos que coexisten de manera armónica. Representa la belleza, la pureza de Ann y su voz, y también, el fruto prohibido, cuya profanación por parte de Henry deviene en su propio destino trágico.

La historia se enmarca como una ópera, persiguiendo los mismos claroscuros y momentos de sublimidad que caracterizan al género, manifestando constantemente que la historia, aunque “real”, es una puesta de escena, siguiendo el sentido trágico. 

Las escenas oscilan entre la acción real, objetiva, es decir, por las acciones de los personajes en el mundo concreto, pasando a la manifestación teatral, cuando los personajes se cuestionan a sí mismos, usando el soliloquio. Estas partes donde la realidad del mundo externo se rompe a favor de mostrar en imágenes “internas” que se fusionan con el ambiente, es lo que Gilles Deleuze describe como “imágenes en movimiento subjetivas”: aquellas que nos remiten a las sensaciones y dolores que habitan dentro de un ser que, al mismo tiempo, trata de interactuar con su entorno.

Pero sin duda, lo que más inquieta a la vista es la Bebe Annette: la hija de Henry y Ann. Parece irreal que se muestre a una muñeca tétrica, que emula ser una bebé real, humana. Sin embargo, este no es un capricho injustificado de sus creadores —en el cine, poco lo es—.

La niña, vista como una figura prometeica, divina dentro del espectáculo de la ópera, adorada como una deidad, luce como una muñeca de madera porque, para Henry, ella únicamente es un objeto circunstancial, del que lentamente se aprovecha para recuperar el éxito. No ve a su hija, sino a algo que hay que cuidar por su valor.

Bebe Annette abandona su apariencia maderada, cuando al final de película se emancipa y convierte en un individuo, en una mente ajena al padre, a sus intereses, con una naciente perspectiva pese a su corta edad, convirtiéndose en un personaje de carne. Deja de ser un muñeco cuando, autónoma, regresa una mirada consciente hacia Henry para enjuiciarlo por sus crímenes.

Hay indicios de que, para alcanzar una amplia recaudación económica, los productores optaron por el recurso más grande del estilo hollywoodense: el star system. Contratar a actores de renombre como Adam Driver, Marion Cotillard y Simon Helberg, les sirvió para alcanzar a un público que no está acostumbrado a historias de este estilo.

Como sucede con la Ópera, Annette quedará en la indefinición de quienes rechazan categóricamente estos productos por “aburridos” o “pesados”, o rescatada por quienes encuentran su valor oculto. Cada quien saca sus conclusiones.

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