La persona y la cámara

La Crónica Francesa: una película para periodistas y para sus lectores

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Por Bryan Rivera /

Este es un análisis para periodistas, pero también, para quienes siguen sus historias por ocasión, por obsesión. Es una película para todos, pero a la vez, para pocos.

Quienes han visto las memorables portadas del New Yorker, identificarán en La Crónica Francesa un homenaje a la revista estadounidense.

Como describe Cristina Aparicio en Jot Down, la última película de Wes Anderson “se antoja como una carta de amor al gremio”, pero principalmente a las historias que incansablemente se persiguen.

El homenaje se percibe desde su estructura: cuatro historias, marcadas como secciones de revista: un artículo sobre la ciudad, otro sobre el arte, uno más sobre una revolución estudiantil y un cuarto de periodismo policiaco, sumado a una encadenación de las condiciones del gremio.

Sin embargo, no es un filme enfocado enteramente a quienes están familiarizados con la faena a diferencia de lo considerado por Cristina Aparicio. Ella resalta que las historias son una justificación para “el armado estilístico en que insertarlas”, es decir, como pretexto para ponderar un ensamblado de “revista”.

Sin embargo, aunque existe un cuidadoso detalle sobre ese estilo, se trata de una perspectiva-homenaje que para nada tiene historias de adorno. Y es que cada una de las vivencias narradas cuentan con una singularidad que bien podrían desarrollarse en cualquier otro filme, en lo individual. Historias valiosas, únicas, independientes, que dan fe del trabajo periodístico: historias que valen la pena ser contadas.

Pero no solo se trata de narraciones que pretenden ser especiales en cuanto a las situaciones de sus protagonistas. En ellas hay un cuidadoso contexto. No es gratuito que Zeffirelli —encarnado por Timothée Chalamet— hable de hacer un manifiesto político-ideológico en tiempos bélicos similares a la Segunda Guerra Mundial, en un escenario donde históricamente las vanguardias se obstinaban en la creación de estos documentos, basados en la disrrupción y en una línea anti-capitalista. “No es el primer manifiesto que reviso”, dice Lucinda Kremetz, la periodista que sigue de cerca a los estudiantes revolucionarios.

Entre artículos, cada reportero da cuenta de estas situaciones, mezclando la acción concreta de los personajes con la perspectiva en off, donde cada escritor da su voz para narrar lo que vemos en pantalla. Diferenciación de estilo, pues cada uno habla conforme al lenguaje que su fuente requiere, haciendo guiños ocasionales incluso con el documental.

Cada una de las historias se suceden con la rapidez, la confusión y el ajetreo de un lector frente a una revista. La estructura narrativa en forma de matriuska, los acontecimientos no lineales, generan una apreciación entrecortada, abrupta, idéntica a la que vivimos en una lectura, al cambiar de página.

El enfoque sobre una edición impresa es tan obsesivo y minuciosos que las tomas generales muestran a sujetos inmoviles, congelados, como puestos en una ilustración o en una fotografía, inmortalizados, perpetuos, donde la cámara se desplaza hacia los acontecimientos, imitando a la mirada del lector.

Son estas imágenes en movimiento —apelando a la definición de Gilles Deleuze—, lo que generan un viaje a través de las secciones de la crónica francesa, de sus submundos, de sus aventuras.

Por otra parte, el homenaje al New Yorker queda plasmado no solo en el tipo de historias; principalmente, en la paleta de colores pastel y tonos parcialmente opuestos de las escenas, que guardan constantes reminicencias a las portadas de la revista.

Posiblemente, este manejo no habría sido posible con un cineasta que no fuera Wes Anderson: sujeto obstinado en paletas pasteles, en colores vibrantes, de otra realidad, que recuerdan al estilo de Monet y hasta de Van Gogh.

No será su filme más afamado, pero sí aquel donde demuestra la madurez y una justificación “editorial” para emplear el estilo que ha alimentado durante años.

Sí, es un recorrido por el periodismo, tanto de la parte romantizada de la profesión como de sus propios errores, de la frivolidad del gremio, el vicio incesante por lo inmediato. Ante la muerte, los periodistas concluyen con su fatidica condición. “La historia debe seguir”, y continúan escribiendo.

Desde la perspectiva del periodismo, es una oda, una caricia y también un suave regaño. Ahí está el fotoperiodista; ahí el reportero cultural; ahí el cronista de los acontecimientos socio-históricos; ahí, también, quien coexiste piel a piel con las autoridades en la investigación de un crimen.

Para el espectador, es decir, para el lector, es una manifestación de la multiplicidad de historias, casi adversas, que puede haber en una sola publicación: la expresión de que habitamos en un universo multidimensional, cambiante, donde todo es distinto en una vuelta de página.

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