Tragedias

CRÓNICA: Un padre usó su último aliento para despedirse de su hijo en videollamada; murió por covid-19 en el IMSS La Margarita

- Diseño: Sam Navarrete

Esta historia relata un caso verídico ocurrido en la ciudad de Puebla. La videollamada se realizó el pasado viernes 5 de febrero. Así fue como un hijo relató la despedida de su padre y las últimas horas de su vida, en uno de los hospitales que en Puebla mantiene el mayor número de casos de pacientes con coronavirus. Los apellidos fueron omitidos por respeto al dolor de la familia.

Por Magarely Hernández / @magarelyhl

/ Ciudad de Puebla

Fue la decisión más difícil que he tomado en toda mi vida. No sabía qué hacer. El médico me dijo que solo alargarían un poco más la agonía de mi papá porque las esperanzas de vida ya eran mínimas.

–¿Qué hago? —le pregunté a mi tía; era la única persona que estaba en ese momento a mi lado, la que me podía aconsejar.

—Lo que dicte tu corazón hijo, ¿qué crees que es lo que tu padre te está pidiendo?

Y entonces firmé la autorización para que lo intubaran.

Mi padre laboraba en la armadora Volkswagen; ahí contrajo el virus. Ese maldito virus que está terminando no solo con la vida de quienes se contagian, sino también con todos los familiares que debemos sufrir y padecer junto a ellos. Recuerdo que la primera vez que lo llevé a Urgencias del Hospital de La Margarita: no me lo quisieron recibir porque ya no había espacio. Era de noche. Salí con mi padre pensando cómo nos íbamos a regresar a casa porque el gobierno emitió un decreto que prohibía la circulación del transporte público y los taxis a esa hora.

Mi papá estaba mal, pero aún aguantaba. Le llamé a uno de mis tíos que trabaja en Uber para ver si nos podía hacer el favor de ir por nosotros, no teníamos otra forma de regresar. Me dijo que sí, pero mientras esperamos observé todo ese ambiente lleno de tensión, tristeza y preocupación que hay afuera de un hospital y que, en ese momento, jamás imaginé vivir.

Sin importar la noche, el frío y quizás el hambre, decenas de personas esperaban afuera del hospital aun sabiendo que ya no les darían informes sobre el estado de salud de su familiar. Los que ya saben se miran tranquilos, pero preocupados. Los que no, preguntaban y se formaban en una caseta de vigilancia porque una muchacha que estaba ahí te pedía registrar tu nombre y número de teléfono. Afuera había una bocina y desde ahí todos escuchábamos cuando nombraban a los familiares de algún paciente.

Algunas personas llevaban auto y esperaban ahí adentro. Las que no cuentan con uno, como nosotros, nos sentamos en las banquetas o nos recargábamos de vez en cuando sobre la pared, postes o lo que encontrábamos, pero un señor que vigila los coches nos dijo que todo eso estaba contaminado y era mejor que nos paráramos y no tocáramos nada. Tenía razón, nadie dijo nada, pero todos obedecimos y nos levantamos.

Ya a esa hora de la noche solo había un pequeño puesto donde venden cigarros y uno que otro dulce, café y agua. Sobre la avenida principal hay puestos de tacos, elotes y otros antojitos que, para ser sincero, no se antojan nada. Nunca los he probado y no quiero decir que sepan mal, solo que la preocupación te quita el hambre; es en lo último que piensas, y comer a unos pasos de un hospital lleno con pacientes de covid-19 tampoco es opción.

Después de esperar por un largo tiempo, ese día regresé con mi padre a casa, pero los síntomas cada vez eran más fuertes, así que al siguiente día lo llevé a la Clínica 6 y ahí lo dejaron hospitalizado.

Yo dejé a mi papá aparentemente bien, pero en realidad ya iba un poco grave. Tanto que tardó en ese lugar 22 días, los días más largos de toda mi vida.

Durante este tiempo pasé de todo, en más de una ocasión me daban muy pocas esperanzas; después me decían que ya estaba oxigenando mejor, pero ya tenía diarrea. Que era necesario intubarlo, pero para ello tenía que ser trasladado al Hospital de La Margarita porque las camas para pacientes covid-19 de ese lugar son solo para personas no graves. Después me dijeron que le pondrían una mascarilla con reservorio; luego que ya se la habían quitado, que lo canalizaron porque tantos piquetes ya habían terminado con sus venas para suministrarle medicamentos. Al final, me dijeron que iban a aguantar el traslado lo más que se pudiera porque, además, no había ambulancias disponibles.

“¿O sea que se lo van a llevar cuando ya se esté muriendo y no haya nada que hacerle?”, pensé por un momento. Durante todos estos días mi casa se convirtió en el lugar más triste de este mundo. Mi madre y mis hermanos menores no dejaban de llorar; no querían salir siquiera a la tienda y mi abuelita nos llevaba de comer mientras la ropa sucia se fue acumulando a montones. Mi casa siempre estaba limpia, pero ahora era lo último que importaba.

Sin comunicación

Yo no tenía forma de comunicarme con mi papá, ni siquiera sabía en qué cama estaba. Me preocupaba saber que seguramente él pensaba que lo abandonamos, que no lo fuimos a ver, y no era así. No había forma de comunicarme con él, pero yo todos los días iba a la clínica para estar al pendiente por si los médicos me pedían algo y, en el fondo, con la esperanza de poder regresar a mi padre a casa.

Ya tenía identificadas a las dos doctoras que me daban informes sobre mi papá cuando les tocaba atenderlo en su turno. Una era más gentil que la otra. Mi papá, muy inteligente, también se percató que, tal vez si les pedía su teléfono celular prestado para hablarnos, una accedería y la otra no.

Lo solicitó a la persona correcta y en dos ocasiones nos sorprendió con una llamada. La tercera ocasión, yo le hablé al mismo número del que me marcaba.

—¿Cómo le hiciste? —me preguntó.

—Ya vez, ahora me tocó a mí conseguir la forma de hablarte—le dije, sin explicarle que le pedí el mismo favor que él a la doctora.

Estábamos en el limbo. Un día mejoraba, el otro estaba grave y ya estábamos conscientes de que en cualquier momento lo podían mandar a La Margarita. Eso, sabía, significaba que había empeorado y lo iban a intubar. Pensé nunca recibir esa noticia, pero llegó.

Una mañana, mi tía fue a verme a mi casa para decirme que a una de sus hermanas le dijeron que mi papá estaba muy grave y ya lo iban a trasladar a La Margarita. Mi tía es trabajadora social, pero dos de sus hermanas y una sobrina son enfermeras del IMSS, y tienen conocidos en todos los hospitales. De hecho, una de ellas nos hizo el favor de preguntar casi a diario sobre el estado de salud de mi padre: “Sigue con diarrea, está grave, ya mejoró…” es lo que le decían, igual que a mí.

De vuelta al IMSS La Margarita

Cuando mi tía me estaba terminando de dar esa información, me hablaron de la Clínica 6 para decirme que mi papá había sido trasladado de emergencia a La Margarita y yo debía estar ahí presente. Era urgente. A la hermana de mi tía le dijeron que iba saturando al 20%.

Cuando nos dieron esa noticia, en casa todos nos pusimos mal. Yo también lloré, pero mi padre me necesitaba. Mi tía me acompañó y nos fuimos en un taxi, pero parece que en el peor momento de tu vida todo confabula en tu contra. No pasaba ningún taxi por nuestra calle y mis primas tuvieron que correr a la base más cercana para pedir el servicio.

Cuando yo llegué a La Margarita ya estaba consciente de lo que iba a escuchar. Mi padre ya estaba adentro. Salió el médico que lo recibió y me dijo que el pronóstico no era bueno. Debía dar la autorización para que lo intubaran.

—¡Apúrense! Firme o no...—nos dijo de forma grosera una trabajadora que estaba a un lado de nosotros.

—Espérese, no es su familiar, a usted no le importa, pero a nosotros sí—le contestó mi tía mientras me aconsejaba qué hacer.

Me dijo que debía hacer lo que dictara mi corazón, lo que pensaba que mi padre me pedía en ese momento… Y firmé. Firmé porque mi tía me explicó que ella sabe de personas que han sobrevivido a la intubación y yo estaba seguro de que mi padre también lo lograría porque era joven y valiente.

El doctor se retiró y nunca me dijo si saldría a darme informes o si, por lo menos, me iban a avisar cuando mi papá ya estuviera intubado… o que no resistió; algo, pero se fue y no me dijo nada. Después, nos sacaron y tuvimos que esperar en la calle, parados, como todas las personas que vi la primera vez que llevé a mi padre allá.

Yo ya estaba muy cansado, sin lágrimas para llorar. Durante todos estos días también tuve que estar al pendiente del pago de las incapacidades de mi papá. Ya saben, todos esos trámites donde te hacer ir y venir de un lado a otro.

A los minutos llego mi tío, el esposo de mi tía, pero pasaron las horas y no teníamos ninguna noticia de mi padre. Mi tía decidió hablarle por teléfono a sus hermanas para ver si ellas podían checar qué había pasado con él. “Ya está intubado”, nos dijo después de preguntar. Esa información, sabíamos, era confiable porque se la dio una amiga que estaba trabajando en ese momento en el hospital.

En un generoso acto, la sobrina de mi tía, que también es enfermera y trabaja en área covid-19 del Hospital de La Margarita, nos dijo que iría. Esa noche ella no trabajaba, pero iba a entrar para ver a mi papá y tratar de hacerme una videollamada. Aunque ya sabía que él no podía hablar, me dijeron que si escucharía lo que yo quería decirle: que debía ser muy fuerte y aguantar solo un poco más.

Este ángel vestido de blanco llegó casi a la medianoche. Me pidió mi número de teléfono y entró. Tardó poco más de una hora para comunicarse conmigo, después supimos que fue porque ya no hay uniformes quirúrgicos para entrar a esta área y porque no encontraba a mi papá.

Esos minutos fueron eternos y el frío comenzaba a sentirse más. Afuera estaba yo, acompañado de mis tíos y unas 20 personas más que también tenían a algún familiar además de uniformaos de la Guardia Nacional que resguardan el hospital y caminaban de un lado a otro. Mi celular sonó. Yo estaba nervioso, pero tranquilo.

—Quiere hablar contigo, pero te vuelvo a marcar porque casi no te escucho—dijo.

Yo apenas y alcancé a decir “OK”. En ese momento no entendí quién quería hablar conmigo. “¿El médico?”, pensé. Mi tía ya me había dicho que mi papá tenía que escucharme fuerte para que él también estuviera tranquilo.

“Va por ustedes”

Casi de inmediato sonó de nuevo el celular; ya era la videollamada. Yo contesté y sin alcanzar a ver bien escuché: “¡Hola, Migue! ¿Qué te dicen los médicos?”. Eso fue lo primero que me preguntó, quería saber cómo estaba, qué esperanzas le daban los doctores. Todos nos miramos. No podíamos creer lo que estábamos escuchando y viendo. Mi padre me estaba halando; no estaba intubado y tampoco lo vi tan grave como me dijeron. Solo tenía una máscara de oxígeno, pero podía hablar bien.

—¿Qué le digo? —le pregunté a mi tía, porque yo en realidad estaba atónito y no sabía si era bueno decirle que firmé para que lo intubaran.

—Háblale, Migue, dile que tu familia está bien, que todos lo estamos esperando, que le eche muchas ganas—me alentó mi tía y como una máquina repetí lo que ella me dijo.

—Estamos bien, pa. Échale muchas ganas, aquí te estamos esperando todos—.

Mi padre estaba preocupado por mi madre porque me preguntó muchas veces por ella. Yo siempre le dije que estaba bien. No le dije que, desde que se enfermó, no había salido de casa y que todo el tiempo se la pasaba llorando. Papá preguntó por mis hermanos, su mamá, su primo que también tenía coronavirus, y hasta me preguntó quién estaba conmigo en ese momento.

—Es el tío Gabo—le contesté y mi tío se acercó a la cámara para saludarlo.

—Aquí estamos, Neto. No dejamos a tu hijo solo. Aquí también está Vicky. Échale muchas ganas, cabrón—le dijo.

La videollamada duró unos 10 minutos. Afuera del hospital nos observaban las pocas personas que esperaban tener noticias de sus pacientes. Yo creo que ellos también deseaban ver a sus seres queridos y estar contentos por recibir tan buenas noticias como yo. Recuerdo perfectamente que lo último que me dijo mi padre en esa llamada fue “le voy a echar el extra, va por ustedes”. Después colgamos.

Cuando la llamada finalizó lloramos de felicidad. Yo inmediatamente le marqué a mis hermanos para decirles que papá estaba bien. No estaba intubado. Yo lo vi y hablé con él. Mi tía también le marcó a sus hermanas y a sus hijas para darles la buena noticia. ¿Qué pasó? ¿Por qué nos dijeron que ya estaba intubado? Nos preguntábamos sin poder darnos respuestas.

Mientras nosotros no cabíamos de felicidad salió del hospital una mujer en llanto. Afuera la esperaban dos hombres, uno de ellos iba en moto. Ella los abrazó y lloró de una forma desgarradora. Este tipo de situaciones hacen que la piel se ponga chinita porque piensas: “Yo puedo estar en esa misma situación”. La sobrina de mi tía salió del hospital y se reunió con nosotros. Para ese entonces ya eran las 2 de la madrugada.

—Migue, tú papá está bien, lo viste...—me dijo emocionada.

 Lo que ella nos explicó fue que a mi papá lo trasladaron de emergencia porque se levantó al baño y su saturación, efectivamente, bajó hasta el 20%. Mi papá le contó que eso fue lo que asustó a los médicos y por eso lo trasladaron de emergencia. Pero, entonces, ¿por qué nos dijeron que ya estaba intubado? Porque alguna hoja de mi papá tenía mal el nombre. Estaba demás un tal José y era esta persona la que ya se estaba muriendo, no mi papá. Mi papá estaba grave, pero estable. Saturaba al 75% y el médico del turno de la noche le dijo a la sobrina de mi tía que, de momento, ´él no veía necesaria la intubación.

—No tiene caso que te quedes aquí afuera, ve a descansar—me dijo la sobrina de mi tía al mismo tiempo que me explicó que los informes se daban hasta las 11 de la mañana, y por teléfono. También me contó que cuando llegó le dijo a mi papá que yo estaba afuera y me iba a marcar por teléfono.

—¿Quieres hablarle o verlo?

—Verlo, quiero verlo—le respondió él.

El ver a mi papá en una condición totalmente distinta a la que imaginé me dejó un poco más tranquilo y me regresé con mis tíos; ellos viven a un lado de mi casa. A las 8 de la mañana recibí una llamada telefónica.

“¿No que era hasta las 11”, pensé.

—Tu papá murió. Necesitamos que vengas con su acta de nacimiento para comenzar a hacer el acta de defunción—me dijeron al otro lado del teléfono. Sentí que la vida también se me fue. Yo vi a mi papá horas antes y estaba bien. ¡Habló conmigo!

Una vez más lloré hasta más no poder y dejé a todos en mi casa muy mal y fui al hospital. La hermana y sobrina de mi tía tampoco daban crédito y confirmaron con quienes pudieron la noticia.

—Sí, murió, ya confirmé con trabajo social. Lo intubaron como a las 6 o 7 de la mañana—fue lo que les dijeron.

Llegué al hospital solo para que me confirmaran la noticia. Regresé a mi casa por varios documentos que me pidieron y al mismo tiempo corrí a buscar todo lo de la funeraria. Casi hasta la tarde, mi tío y yo entramos a reconocer el cuerpo de mi padre y fue hasta ese momento cuando quedaron sepultadas todas esas esperanzas de que nuevamente se habían equivocado, como cuando nos dijeron que ya estaba intubado y no era así, pero no. Sí era mi padre y estaba muerto.

Lo vi delgado, muy delgado y con la barba larga y canosa. Sí era él. El hombre que me había hablado horas antes para decirme que iba por el extra para salir adelante; ya había aguantado 22 días hospitalizado en la clínica, ¡qué eran unos días más!

Ahora entiendo que mi padre quiso verme porque ya presentía que sería la última vez. Quizás tomó su último aliento para que yo lo viera fuerte y valiente, como siempre lo fue y para que mi madre y mis hermanos se quedaran tranquilos. Muy joven y de la forma más dolorosa me tocó entender que la vida se nos va de un segundo a otro.

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