¿México, Guatemala, Argentina... son parte de Iberoamérica, de Panamérica o de Latinoamérica? La respuesta no pertenece a la geografía sino a la política, y más aún, a la ideología, y va en función de si el hablante es una de derechas con nostalgias hispánicas y coloniales, un anglófilo doliente por no haber nacido al otro lado del río, o un nativo de la región con claras inclinaciones de izquierdas.
Y como la geografía, la historia no es sino lo que uno hace de ella, presa de filias y fobias con frecuencia más allá de nuestro entendimiento.
El 12 de octubre de 1992, miles de campesinos fueron convocados en San Cristobal de las Casas, Chiapas: 500 aniversario del "Descubrimiento de América" —dijo la derecha— "Del Genocidio" —dijo la izquierda— "Del Encuentro de Dos Mundos" zanjaron los encargados de la asepsia política.
Una marcha, consignas y los puños en alto. Llegada a la estatua de Diego de Mazariegos (1501-1536), noble castellano, conquistador y fundador de la ciudad. A golpe de marro y entre vitores los bisnietos de sus vencidos lo derribaron de su pedestal y lo machacaron hasta hacerlo polvo.
Pero eso fue ayer.
Hoy fue otro personaje, en esta ocasión inglés, al que alcanzó la historia. En Bristol, en medio de las protestas globales por el racismo, la estatua de Edward Colston (1636-1721), empresario, benefactor de la ciudad y filántropo, fue derribada, arrastrada y arrojada al río. ¿Por qué? Pues porque de algún lado tenían que pagarse las facturas, y para ello el filántropo era también esclavista: más de 80 mil hombres, mujeres y niños fueron arrancados de sus tierras y hacinados en barcos en condiciones insalubres (con rasas de mortandad de hasta el 60%) para ser vendidos como animales al mejor postor.
Los pueblos tienen memorias largas, de sus glorias y sus traumas, memorias que pasan a través de generaciones con todo su dolor y que en la coyuntura correcta se activan en el consiente y se articulan haciendo historia.
Es lo que Galtung llama cultura profunda.