Tragedias

El maligno: un cuento para festejar el Tercer Aniversario de Página Negra

- Ilustración: Víctor Garay

La autora guerrerense de novela negra, Iris García Cuevas, tuvo en sus manos la historia del exorcismo encabezado por el párroco Francisco Fuentes Gutiérrez, en la comunidad de Tlaxcalancingo, junta auxiliar de San Andrés Cholula realizado, el 25 de julio del año 2000, caso que fue recuperado en la sección Archivo Negro de Página Negra.

Por Página Negra / @LaPaginaNegraMX

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PÁGINA NEGRA está de manteles largos y cumple tres años de llevar el lado más oscuro de las historias de Puebla. En esta ocasión, para iniciar el festejo abrimos con un cuento autoría de Iris García Cuevas autora guerrerense, periodista, narradora y dramaturga.

Iris García Cuevas publicó el libro de cuentos “Ojos que no ven, corazón desierto” (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2009) y la obra teatral “Basta morir” en la antología Teatro de la Gruta VIII (2008). Obtuvo el Premio de Novela Ignacio Manuel Altamirano y fue finalista del Premio de Dramaturgia Gerardo Mancebo del Castillo. Con su novela “36 toneladas” (Ediciones B, 2011) fue finalista del Premio Silverio Cañada a la mejor novela negra publicada en castellano en 2011 dentro de la edición XXV de la Semana Negra de Gijón. Es además precursora del festival “Acapulco Noir”, que ha convocado a autores de novela negra en el puerto guerrerense.

La autora tuvo en sus manos una historia del exorcismo encabezado por el párroco Francisco Fuentes Gutiérrez, en la comunidad de Tlaxcalancingo, junta auxiliar de San Andrés Cholula realizado, el 25 de julio del año 2000, caso que fue recuperado en la sección Archivo Negro de PÁGINA NEGRA.

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VER: Archivo Negro: Una sesión de exorcismo que se salió de control en Puebla

A continuación el texto de Iris García Cuevas basado en esta historia. Las ilustraciones son de Víctor Garay.

El maligno

*

La casa está abandonada, puertas y ventanas abiertas, una luz al fondo permanece encendida. Seguro que en toda la semana nadie se ha atrevido ni a cruzar el patio porque “allí se peleó con el maligno”. La gente del rumbo es supersticiosa, aunque ni así me explico que 40 personas se encierren en un cuarto y terminen quemándose con cera ardiente nomás porque lo dice un curan loco. ¿En qué cabeza cabe? Pinches curas. Pinche gente.

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A ese padre ya lo habían corrido de tres pueblos. En La Cruz y San Antonio de plano amenazaron con lincharlo. Por algo sería. La Iglesia lo defiende. Ahora mismo el Arzobispo sale a decir que el párroco está en tratamiento siquiátrico porque quedó muy afectado por los hechos, que su familia tuvo que entrar a la casa a rescatarlo, que fue testigo pero no participante, que no pudo hacer nada. ¿Cómo chingados no?, si fue él mismo quien llegó al pueblo diciendo que era experto en exorcismos, quien vino a Tlaxcalancingo porque el diablo andaba suelto. Ahora resulta que no tuvo vela en el entierro. Al loquero lo hubieran mandado antes de que anduviera haciendo sus desmanes.

Siento la mirada de la gente asomándose recelosa por las ventanas, no los conoceré; se deben estar preguntando quién soy y qué hago acá. Tenía como veinte años sin venir, por eso se preguntan. Si no me hubiera ido tanto tiempo me reconocerían como uno de los suyos. Vengo de civil, por eso se preguntan. Si viniera con el uniforme sabrían que estoy investigando. O más bien haciéndome tarugo. Ya se sabe que al cura lo va a esconder la Iglesia y quien va a pagar los platos rotos, o mejor dicho, los brazos tatemados, va a ser Mario, por andar prestando su casa para expulsar a los demonios.

Recojo piedras del piso y como si no supiera que la casa está vacía las empiezo a tirar una por una contra la ventana.

—No hay nadie —me dice una mujer después de un rato.

Ya era hora, pienso. Volteo a verla y sé que la conozco.

—¿Andrea? —me arriesgo.

—Sí —contesta desconfiada.

—Soy Ramón, ¿te acuerdas?

 Entrecierra los ojos.

—¿Monche?, ¿el hijo de doña Cleo? —me pregunta sin que la desconfianza se vaya por completo.

—Ese mero.

No encuentro otra manera de explicar mi presencia que echarle la culpa a la nostalgia. Aquí crecí con mis hermanos, aquí estudié la primaria, de aquí son mis primeros recuerdos. Dejé de venir cuando se murió mi madre aunque aquí la enterramos.

—Por estas fechas cumplía años —miento—, y no sé, me agarró el sentimiento y quise venir al pueblo.

Andrea me sonríe, por eso me animo a invitarle un refresco. Cruzamos la calle y caminamos hasta la miscelánea. Espero hasta que nos sentamos en la jardinera para preguntarle:

—¿Y Mario?

Cuando me enteré de la denuncia me ofrecí para ayudar en las investigaciones. En parte para quedar bien, a ver si con esto gano puntos para que me asciendan, y en parte por chismoso. En el Tlaxcalancingo que recuerdo nunca pasó nada. Ni para bien ni para mal. La vida transcurría con una calma insoportable. El peligro más grande era espinarte cuando jugabas entre las nopaleras. Con Mario estudiamos juntos la primaria, lo recuerdo enojón, pero buena gente. A veces me daba de lo que le mandaba su mamá para el almuerzo, casi siempre nopales, guisaba rico su madre. Ese es el tipo de recuerdos que tengo. Por eso no termino de entender como acabaron todos metidos en semejante lío.

—¿No supiste?—me pregunta Andrea y yo pongo cara de que no entiendo—. Salió en todos los periódicos de Puebla y hasta en dos de la capital. Lo anda buscando la policía. 

Ni siquiera necesito preguntarle qué hizo para que empiece a contarme lo del exorcismo, los alaridos que se escucharon esa madrugada en casa de Mario, la llegada de la policía que no se atrevió a entrar cuando les dijeron que estaban luchando contra el demonio, la llegada del padre de San Andrés Cholula, que es el vicario episcopal de la zona, para calmar los ánimos. Luego las ambulancias, la decena de heridos, la chiquilla que está en el hospital a punto de perder un brazo a causa de las quemaduras provocadas por la cera ardiente.

—Qué barbaridad —le respondo y le pregunto lo que ya sé— ¿Y acusan a Mario de haberlos quemado?

—Esa es la cosa, Verónica, una de las “exorcizadas”, acusa al cura de haberla golpeado y quemado, dice que estaba como loco. Las otras dos, las que presentaron la denuncia después, son las que acusan a Mario y a su hermana Ofelia. Dicen que el padrecito no les hizo nada, que el nomás estaba rezando y bendiciendo el agua para que salpicaran a la muchacha, pero a mí se me hace que nomás se presentaron al Ministerio Público para contradecir a Verónica y salvarle el pellejo al pinche cura.

—¿No te cae bien el padre?

—Hijo de la chingada. Que me perdone Dios pero por más que rezo no puedo perdonarlo. Tengo el odio atorado bien adentro.

Tampoco tengo que preguntarle qué le hizo.

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—Hace casi dos años mataron a mi hermana. Su marido la agarró a martillazos porque llegó borracho. La familia del hombre comenzó a decir por todos lados que la mató porque la agarró poniéndole los cuernos, así que cuando fuimos a pedirle al padre que dijera una misa por su alma nos mandó por un tubo diciendo que ya estaba condenada.

A Andrea se le quiebra la voz, se le escurren las lágrimas que me parecen más de rabia que de tristeza, se limpia con el cuello de su blusa y trata de recomponerse.

—¿Creerás que desde entonces no voy a misa? A ver si no me condeno por culpa del pinche cura ese. Muy moral, muy moral, pero bien que tiene a Bernardino como líder de su consejo pastoral y es un pinche borracho mujeriego. Todo está torcido en este pueblo, pero la gente le tiene miedo y no dice nada.

—¿Y los otros heridos? —Le pregunto para volver al tema— Dices que fueron un montón los que salieron quemados. ¿Ninguno he declarado contra él?

Andrea mira para todos lados, como si temiera que alguien escuchara lo que va a decirme.

—Nadie se atreve. Dicen que cuando sacaron a la gente esa noche aquello parecía más una orgía que un exorcismo. Dicen que las mujeres salieron nomás tapadas con las manos. Dicen que hicieron un pacto de silencio y que habrá excomunión para quien diga algo. Otros dicen que el cura los tiene amenazados porque les sabe muchas cosas, que si hablan de lo sucedido él hará públicos todos los pecados que le confesaron. La verdad nadie sabe, pero ya sea por miedo o por vergüenza todos los demás cierran el pico.

**

Llego a las oficinas del juzgado y me dicen que está el párroco adentro, que por fin se presentó a declarar, que la cosa va empezando, así que me apresuro para escuchar su versión. El cura viene vestido de civil, pero trae bien puesto el alzacuellos para que no se nos olvide que es “un hombre de Dios”. Se ve bastante traqueteado, pero no lo había visto antes, así que no puedo saber si ese es su estado natural o es porque le está llegando el agua al cuello.

El padre trata de poner una expresión beatifica, pero parece más bien un ave de rapiña, o a lo mejor nomás a mí me lo parece porque no se me olvida que además de cura también es abogado, y eso me parecen todos los abogados que conozco. Tal vez por eso no me cuesta creer que haya amenazado a los testigos y les haya pedido a sus más allegadas que contradijeran a Verónica para confundir a las autoridades.

            —Me había llamado Ofelia —responde el cura cuando la juez le pregunta qué hacía en casa de Mario la noche del 25 de julio—, me dijo que se sentía angustiada. Fui como parte de mi ministerio, para ofrecer consuelo.

Luego se ve que trae los diálogos bien ensayados. De Ofelia tampoco me supieron dar razón cuando fui al pueblo. Andrea piensa que los hermanos salieron del estado, pero no lo creo, la gente no se va de Tlaxcalancingo, hasta los que no queremos estar ahí nos quedamos rondando los alrededores.

—Ya en la casa me dijo que el espíritu de su madre le hablaba, la poseía, la obligaba a hacer cosas. Yo le expliqué que eso no era posible, que los muertos no regresaban ni hablaban con los vivos —relata el cura tratando que se note que es un hombre sensato y no cree en esas supercherías—. Le sugerí que rezara para que la abandonaran esos pensamientos. “Espíritus”, me dijo ella, y yo no la desmentí, “reza para que te abandonen esos espíritus”, terminé diciendo. Tal vez ahí, sin querer, le di la idea del exorcismo.

—¿Fue idea de Ofelia que exorcizaran a Verónica?

—No, era Ofelia la que creía estar poseída y quería ser exorcizada. Se lo dijo a su hermano Mario y él estuvo de acuerdo. Yo acepté ayudarlos porque pensé que con algunos rezos y agua bendita lograría calmarla y después convencerla de que buscara ayuda para lo que me pareció en ese momento un fuerte desequilibrio emocional, o incluso, en el peor de los casos, un problema de desdoblamiento de personalidad.

—¿Cómo se salió de control la situación? —pregunta la jueza que, me parece, está igual de confundida que yo. Ninguna de las denunciantes había dicho que Ofelia fuera la posesa.

—Llegó mucha gente, casi treinta personas, la cuarta parte del grupo de estudios bíblicos que conformamos, al principio sólo eran rezos y agua bendita, pero luego Ofelia gritó que el espíritu seguía adentro, que si no era su madre quería que lo expulsáramos a toda costa. Fue Mario el que recordó que en alguna reunión yo les hablé de la cera bendita para arrojar al enemigo, me siento responsable por eso, fue cuando Verónica y algunos otros expresaron su desacuerdo, se opusieron con fuerza, y entonces los hermanos los acusaron de estar poseídos y tratar de impedir que desterráramos al maligno.

—¿Qué hizo usted?

—Traté de intervenir, pero no me dejaron. Ya ve cómo es la gente de esos pueblos cuando se les mete una idea en la cabeza. Estaban como locos. Me llevaban cubetas de agua para que las bendijera, con esa agua empapaban a los supuestos posesos que para ese momento eran como diez, gente que se quiso salir del lugar o que dijo que no estaban de acuerdo con el tono que estaban tomando las cosas; no sé de dónde sacaron los cirios y comenzaron a quemarlos con cera gritándole al demonio que abandonara el cuerpo. Yo vi cuando Mario cacheteaba a Verónica, la quemaba con cera en las manos y la rociaba con agua bendita.

El padre se cubre el rostro con las manos, niega con la cabeza, como si el recuerdo de esos momentos lo horrorizara; respira, se quita los lentes, se limpia el sudor con un pañuelo blanco, mira a los presentes como miraría a sus feligreses desde el púlpito y agrega bajando la voz, pero con suficiente fuerza para asegurarse de que todos lo escuchen:

— Yo no pude hacer nada, sólo pedirle a Dios que terminara pronto con todo eso.

Habrá quien le crea. Incluso aunque el testimonio de la principal afectada lo contradiga. Habrá quien diga que Verónica lo señala directamente a él como su agresor porque está confundida. ¿Y quien no lo estaría después de semejante tortura? Fueron horas expuesta a la cera y las llamas de los cirios y vaya a saber a qué otras vejaciones por parte de la congregación enloquecida.

Yo creo que el cura miente. Trato de ser objetivo y sopesar que en una historia con tantas versiones los mentirosos pueden ser los otros, pero su teatralidad no me deja tenerle confianza. Me parece que es más un abogado disfrazado de cura, que un cura que ejerce de abogado. Un hijo de la chingada que fomenta el fanatismo para después sacar tajada de la ignorancia de la gente. No me gustan los curas ni los abogados, así que él no me gusta por partida doble. Pienso en lo que me contó Andrea, en su doble moral para juzgar a sus feligreses; en sus pequeños actos de intolerancia, como prohibirle a la gente que se hincara en las misas porque a él le molestaba el ruido que hacían al acomodarse.

La jueza da por terminado el procedimiento. El cura se va, pese a que tienen una orden de aprehensión en su contra, no pueden detenerlo porque están esperando la resolución de un amparo. Antes de la salida una parvada de periodistas lo rodea, hacen más preguntas que la jueza.

—Yo sólo cumplí mi ministerio —dice por toda respuesta.

Me gustaría encontrar suficiente evidencia para probar que es responsable de todo esto, pero mientras Mario y Ofelia sigan prófugos no podremos contrastar las versiones, y aun así, sigue siendo la palabra de unos contra otros. ¿Dónde están? Pienso y se me ocurre una respuesta. Marco el número de Andrea. Le digo que después de que hablamos me quedé con una espina.

—¿Don Epigmenio vive?

El padre de Mario y Ofelia. Lo recuerdo como un hombre fuerte, pero ahora debe ser un anciano. Andrea me dice que está vivo. Le digo que me inquieta pensar en el viejo, con los dos hijos prófugos, sólo. Que conociendo a la gente del pueblo no habrá quien le dé una vuelta o le eche la mano. Me dice que hace mucho que se fue del pueblo, que después de la muerte de su esposa consiguió otra mujer, pero prefirió dejarle la casa y la nopalera a los hijos y mudarse a otro lado.  Le pregunto si sabe para dónde.

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***

San Francisco Totimehuacan es un barrio bastante grande, me tomó un par de días encontrar a un albañil de nombre Epigmenio. Toco la puerta y una voz correosa que remueve la memoria de mi infancia me pregunta quién soy.

—¿Está don Epigmenio? —Contesto con otra pregunta.

—El hombre que me abre se parece más a mi recuerdo que a la imagen del anciano que yo había fabricado. Debe tener casi setenta pero se ve correoso.

—¿No se acuerda de mí? —Le pregunto, dispuesto a seguir con el cuento del buen samaritano.

Me mira con atención pero no me contesta.

—Soy Monche el hijo de Cleotilde. Éramos sus vecinos en el barrio de Santiago —trato de pasar aunque sea con la mirada pero el hombre reduce de manera instintiva la abertura de la puerta. Deben estar con él, sino los dos al menos alguno de los hijos—. ¿Está Mario con usted?

La puerta se abre de golpe y en un instante estoy en el piso. Tengo el brazo de Mario presionándome el cuello.

—Soy Monche —repito, como si eso bastara para borrar la desconfianza de un animal que se siente acorralado. Veo el miedo en sus ojos, aunque ahora no sé si es un reflejo del miedo en los míos. El aire me falta. Lucho por puro instinto.

—¡Mario, ya suéltalo!

De nuevo respiro. Me atraganto de aire hasta que me duelen los pulmones. Me quedo en el piso sobándome el pescuezo.

—¿Estás bien?

Miro a mi salvadora. Ofelia. No sé parece en nada a la niñita que corría tras nosotros en las nopaleras, nomás el cabello sigue siendo el mismo, y el lunar abultado arriba de la boca del que le hacíamos burla diciéndole que se le había parado una mosca, por eso sé que es ella.

Le contesto que sí con la cabeza y me siento en el piso.

—¿Quieres un vaso de agua?

También digo que sí, nomás por ganar tiempo, porque ya no sé cómo seguir.

—¿Por qué me andas buscando? —pregunta por fin Mario.

—Porque quiero ayudarte. Trabajo en el juzgado y me enteré de lo que está pasando.

Ofelia me alcanza el vaso de agua y don Epigmenio permanece en la puerta en actitud vigilante, como si temiera que detrás de mi llegara una patrulla. Me cuido de decirles que yo soy judicial y que ando investigando el caso.

—¿Eres abogado?

Niego con la cabeza pero de mi boca brota un sí.

—El cura también es abogado.

Abogado del diablo, pienso, e intento decir algo que me permita ganarme su confianza:

—Si me dicen qué fue lo que pasó voy a ver que puedan defenderse, que alguien les ayude legalmente para que no tengan que seguirse escondiendo.

Mario mira a Ofelia, diría que con rencor. Ofelia baja los ojos, diría que avergonzada.

—El cura declaró que ese día lo llamaste para decirle que estabas poseída.

—Hijo de la chingada —dice Mario y acompaña sus palabras con un golpe en la mesa—, él le metió al demonio en la barriga, luego quiso sacárselo pero no pudo.

Miro a Ofelia con detenimiento. Está sentada en una silla de plástico, encorvada, con los brazos protegiéndose el vientre, demasiado abultado para su cuerpo enjuto.

—¿Estás embarazada?

Se tapa el rostro con una mano y se contrae como si quisiera deshacerse. Me parece que llora pero no estoy seguro.

—Contesta, pinche puta —grita Mario—, dile que eso te pasa por andar de piruja con el padre.

—¡No! —estalla Ofelia— ¡El padre me violó!

—¿Quién chingados va a creerte?

—Yo —contesto por Ofelia y ahora no les miento.

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El día que encontré a los hermanos salí de casa de don Epigmenio con el estómago revuelto, caminé seis cuadras hasta le bulevar para tomar mi camión de regreso, recuerdo el camino porque me la pasé pensando en que debía dar aviso de dónde estaba Mario; me habrían felicitado por haber contribuido a la captura de un prófugos de la justicia y en una de esas me la daban por lo menos de policía primero, pensaba en el aumento de sueldo, no mucho, pero por lo menos para ponerle queso a los frijoles. Debí haberlo hecho, pero no lo hice.

Dos semanas después Ofelia se presentó en el juzgado por propia voluntad a declarar —Mario, para entonces, ya debería estar cruzando la frontera con rumbo a Nueva York en busca de paisanos—. La jueza de Cholula escuchó la manera en que el sacerdote había llevado a Ofelia con una promesa de trabajo como cebo hasta su oficina de abogado en Puebla, el intento de seducción, la agresión ante su negativa, “bien que quieres pinche india, por eso estás aquí”, la embestida que la tumbó en el suelo, la mano del cura tapándole la boca, el dolor, la vergüenza. “Mejor no digas nada, nadie te va a creer”, aun así la amenaza de quitarle a su hermano la mayordomía si decía algo, seguida por la excomunión de toda su familia, el rechazo del pueblo y el fuego eterno por andar provocando a un siervo de Dios.

El 23 de julio había ido a decirle al sacerdote que estaba embarazada. ¿A quién más decirle si tenía prohibido hablar con nadie de los sucedido? El preparado verde que le hicieron beber al día siguiente las mujeres que ayudaban al cura, la espera infructuosa de que arrojara el producto, la representación del exorcismo como último recurso para provocarle un aborto. Fue el cura el que convocó a la gente para que detuvieran a Mario en caso necesario.

No, no era la primera vez que el cura practicaba un “exorcismo” con ayuda de las mismas mujeres, pero a diferencia de las otras “poseídas” ella quiso escaparse, salió del cuarto donde querían practicarle el legrado clandestino y afuera, donde estaban todos, las opiniones se dividieron y los ánimos se calentaron. Verónica fue la primera en intervenir en defensa de Ofelia, así que el padre le ordenó a algunos hombres de la congregación que la sujetaran y le pasaran los cirios encendidos en los brazos diciendo que también estaba poseída. Después todo se salió de control.

A partir de ahí el párroco empezó a dar palazos de ciego, primero mandó a decir con su abogado que Ofelia había querido extorsionarlo con lo del embarazo, “le pedía 500 mil pesos a mi cliente”, dijo; luego que había sido una relación consensuada y que él no sabía que estaba embarazada, y que en caso de que las pruebas de paternidad cuando naciera la criatura resultaran positivas, estaba dispuesto a otorgarle manutención a la madre y al niño. Después, cuando le negaron el amparo en el caso de las lesiones de Verónica y se emitió una nueva orden de aprehensión en su contra, se dio a la fuga.

Ahora, casi un año después, me da gusto seguir siendo policía tercero, trabajar veinticuatro por veinticuatro y haber estado de guardia cuando metieron al cura esposado por la puerta; me da gusto tenerlo en los separos esperando su sentencia, me da gusto procurarle incomodidades y poder escuchar cómo le dice a su abogado dónde están los papeles de sus coches del año para que los venda a ver si eso logra conmover corazones para que alcance fianza. Pero más gusto va a darme que lo encuentren culpable y encargarme de que todos los internos sepan que es un violador vestido de sotana. Entonces va a saber de verdad que significa pelear con el maligno.

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Ilustraciones: Víctor Garay

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