Cómo no hablar de feminicidios

Por Facundo Rosas / /

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Las víctimas deberían ser el centro de cualquier política pública y estrategia de atención del feminicidio, sin embargo, la realidad nos alcanzó y antes de avanzar en alguna de ellas nos encontramos lamentando la muerte de Ingrid “N” y “Fátima” “N”, ambas privadas de la vida en la Ciudad de México, pero la primera con sus orígenes en el municipio de Juan Galindo del estado de Puebla.

Peor aún, al día de hoy no podemos salir de la discusión sobre si el homicidio de cualquier mujer debe ser considerado feminicidio, como lo plantea el Fiscal General, o continuar tomando como referencia formal los criterios que algunas legislaciones locales exigen para considerarlo como tal.

Lo único que queda claro es que el Estado Mexicano no fue capaz de proteger a ninguna de ellas, pese a que los antecedieron denuncias que debieron haber advertido el riesgo que corrían, pero sus casos fueron desdeñados por la autoridad local y también por la autoridad federal.

Si bien no se puede asegurar que un solo factor determinara que acabaran de esta forma, es evidente que no fue el neoliberalismo el que las mató, sino la falta de sensibilidad y empatía de quienes conocieron las denuncias a tiempo, en el caso de Ingrid “N” por violencia familiar y el de la menor Fátima “N” por desaparición.

Mas allá de la existencia de protocolos para cada caso, lo que se necesitaba era que el servidor público encargado de recibir las denuncias tuviera la vocación de servicio y pensara en la víctima como si se tratara de sí mismo y no por quién votar durante el próximo proceso electoral.

En un escalón más arriba, se requería que los directivos realmente tuvieran los conocimientos y experiencia que les permitieran entender a las víctimas.

Está claro que ser honesto no basta, se requiere también ser eficiente y advertir que, si la solución no está en tus manos, digas que no puedes y que alguien venga a ayudarte para evitar que más casos de estos se sigan repitiendo. En el peor de los escenarios y como dijera el empresario Alejandro Martí “si no pueden renuncien”, pero hasta ahora nadie lo ha hecho.

En el caso de los políticos, es obvio que no pueden ser omnipresentes pero tampoco pueden andar culpando a todos de lo que no pueden hacer ellos, no es suficiente decir que hubo una cadenas de negligencias y no tomar decisiones en todos los niveles.

Esta probado que las culpas repartidas entre muchos no resuelven el problema y en este caso no le devolverán la vida a las víctimas, ni la tranquilidad a sus familiares.

Es hora de voltear a ver todo lo que ya está escrito sobre prevención y combate al feminicidio para no empezar de cero cada vez que inicia una nueva administración.

No podemos seguir esperando que 2020 nos sorprenda con otro 82% de incremento en el número de feminicidios como sucedió en Puebla en 2019, lo cual contrasta con el 12% que se incrementó a nivel nacional.

Como lo señalé en este espacio el 22 de mayo del 2019 el origen del feminicidio es multifactorial y no se limita a cuestiones de delincuencia organizada; por lo que su atención no se puede limitar a labores policiales y de ministerio público. Cualquier esfuerzo aislado no garantiza resultados inmediatos o en el corto plazo.

En aquella ocasión cité textualmente que el feminicidio está asociado con la violencia familiar, en la que participan la pareja sentimental, familiares y personas cercanas a la víctima, incluyendo algunas amistades. Debe considerarse que no todas las víctimas de feminicidio son casadas o viven bajo régimen formal alguno, sino que desafortunadamente también aparecen jóvenes y menores de edad, en cuyos casos han estado involucrados familiares o personas cercanas a ellas.

La evidencia empírica indica que las lesiones, algunas de ellas mortales, que se registran en el sector salud en contra de mujeres, son infligidas por personas cercanas a la víctima en términos de espacios físicos y lazos afectivos, particularmente por sus parejas sentimentales.

En más del 80% de los casos el responsable de este delito es la pareja, seguido de familiares y personas conocidas; en una tercera modalidad (menor al 10%) aparecen personas ajenas a la víctima y en escenarios más allá del hogar y su primer círculo social, incluidos los medios de transporte público, calles e inmuebles diversos.

Todo parece indicar que las acciones deberían centrarse en la prevención situacional del delito y reconstrucción del tejido social, en lugar de privilegiar aquellas de carácter policial y de disuasión.

Las coordenadas parecen estar en aquellos lugares hasta ahora no explorados, sobre todo donde la autoridad no puede ingresar por razones de privacidad como son los hogares, escuelas y centros de trabajo, pero sí empoderar a las potenciales víctimas y a la sociedad en general antes de que se conviertan en cifras, como desafortunadamente ya pasó.

Los párrafos anteriores resumen mucho de lo que sucedió con Ingrid “N” y Fátima “N”. Eso no debe dejarnos satisfechos, habrá que alinear todo en torno y a favor de la víctima, pero sobre todo antes de que se convierta en estadísticas y desaten la ira de la sociedad que exige resultados, no pretextos ni evasivas.

Versión no contada

En esta ocasión me referiré a una historia reciente que inició cuando la esposa de un ex interno acude a buscar a su marido que había sido asegurado y temía que regresara a prisión.

Como respuesta se llevó dos sorpresas, una mala y otra peor; la mala, que era la tercer pareja que acudía a visitarlo preocupada porque lo habían detenido; la peor porque en respuesta se llevó una serie de golpes por haberse atrevido a irlo a buscar con su nombre verdadero.

Por chuscas que parezcan, estas escenas se repiten frecuentemente, lo malo es que algunas de ellas podrían convertirse en casos como el de Ingrid “N” y son las que hay que evitar, como sociedad y como gobierno, porque síntomas los hay y muchos.

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