25 de Abril del 2024

Cita en el quirófano

Por Rolando Ochoa Cáceres / /

panza identifi

Aquella mañana desperté con un dolor insoportable en el costado derecho del estómago. Mi mamá, un poco escéptica porque creía que lo que en realidad pasaba era que no deseaba ir a la escuela, me llevó al doctor un tanto enojada y yo apenas y quería moverme. Tenía catorce años y me iban a realizar la primera de cinco operaciones que he vivido. Me diagnosticaron con apendicitis y de inmediato se hicieron todos los trámites necesarios para ingresarme a quirófano. La operación se planeó para antes del medio día.

Una vez puesto el suero y estando en aquella sala de luz blanca, la anestesia hizo su efecto y, según lo que recuerdo, desperté una vez observando el movimiento lento de los doctores y uno de ellos me instó a volver a dormir, que pronto acabaría la operación.

Pasaron unas cuántas horas y desperté con el dolor abdominal, desconcertado y mareado. Ya estaba en el cuarto del hospital para recuperarme.

Aquella noche, después de muchas horas de la operación, mi madre se encargó de mí y mi padre y mis hermanos pasaban apenas para contarme algún chiste (lo insoportable de reír con una operación así) y a mandarme buena vibra.

Al lado de mi cuarto escuché constantemente el llanto de una chica y se prolongó demasiado, pasaron muchas horas y el llanto de aquella chica persistía y los rumores en aquellas paredes eran graves y dolorosos. Le pregunté a mi madre qué era lo que pasaba y, después de un chequeo de suero, una de las enfermeras nos contó que a aquella chica la habían atropellado y que el lavado de heridas era tormentoso.

Le pedí a mi madre que me acercara mi mochila y al hacerlo, dentro de ella, saqué una biblia de bolsillo con la que cargaba de vez en cuando. La comencé a leer y, aunque no era sumamente creyente ni sabía lo que significaba serlo, la breve lectura de algunos salmos me hizo recobrar el ánimo y también pedí, con todas mis fuerzas, la pronta recuperación de aquella chica que lloraba sin pausa alguna.

Algo pasó que decidí regalarle la biblia. Pensé que yo ya había pasado por lo difícil y que probablemente aquél pequeño regalo podía aliviarle algo a ella. Le pedí a mi madre una vez más la mochila y saqué, bien recuerdo, un color azul con el que escribí en la primera página un “recupérate pronto, atentamente tu vecino de hospital”.

Le pedí a mi madre que llevara la biblia a la familia de la chica y que esperaba, en realidad, que todo en ellos se tranquilizara. Mi mamá nunca fue creyente pero recuerdo que me acarició el cabello y me dijo que era muy lindo de mi parte.

Fue y regresó en menos de cinco minutos y me dijo que la familia estaba muy agradecida, que era un lindo gesto de mi parte.

Al otro día, tras las visitas de mis amigos y familiares, en la tarde, me recomendó el doctor caminar poco, sin gran esfuerzo, sólo unos cuántos pasos. Cuando me incorporé de la cama, aparte del dolor abdominal, sufrí de un mareo que me dio demasiado pánico, sudaba frío y escuchaba a mi madre a lo lejos decirme que respirara tranquilo mientras ella me tomaba del brazo.

Recuperé el aliento y salí del cuarto arrastrando los pasos con el suero de un lado y el apoyo de mi madre en el otro. Fue, en esa breve salida que la conocí.

Estaba ella sentada en una silla de ruedas y estaba siendo atendida por su mamá. Primero nuestras madres se saludaron y luego la mamá de ella le mencionó que yo había sido quien le había enviado la biblia. Ella sonrió y vi que la tenía en su mano izquierda. Me agradeció y me dijo que esa noche todo había mejorado con aquél regalo. Que su madre le leyó unos salmos (lo mismo que yo había leído esa noche) y que pudo quedarse dormida minutos después. La vi a ella sentada con yeso en la pierna izquierda y en el brazo derecho, también ligeramente golpeada en el rostro e incontables marcas de raspones. La vi a ella tan frágil como yo. Ambos vestíamos nuestra bata blanca y habíamos sido conscientes de la vulnerabilidad de nuestro cuerpo. Nunca nos preguntamos nuestros nombres.

Regresé con mi madre a los pocos segundos al cuarto y nuevamente me quedé dormido. Durante la noche recibí aun más visitas y ya no se escuchaban ni llantos ni rumores de dolor. Todo se había tranquilizado.

En la mañana me dieron de alta. Al salir, yo quería despedirme pero la madre de la chica dijo que estaba dormida pero que siempre iban a recordar al “vecino del hospital”. Salí en silla de ruedas volteando algunas veces hacia atrás. Quería decirle que todo iba a estar bien en su vida, que guardara siempre aquella biblia.

Nunca he sido sumamente creyente y tampoco creo enorgullecerme tanto de eso. Creo que la fe y el amor por la fe son actos que trascienden demasiado. Hay una frase dentro del budismo que dice algo así como que todos nuestros actos de amor son en realidad actos de Dios. No de un Dios separado de nosotros sino de un Dios que nos hace ser y que permea en nosotros. Nosotros siendo reflejo de él mismo o siendo también él.

En el texto “Lee los Salmos. No importa cuál sea tu religión, abarcan toda emoción humana” Regina Brett dice que “Los Salmos revelan muchos rostros de Dios: roca poderosa, pastor, compañero, el que consuela, el que provee, anfitrión, creador, juez, defensor y mensajero” y dice que a ella le gusta pensar en un Dios personal de la alegría.

No me puedo yo hacer una imagen de Dios personal y ni siquiera puedo hacer un juicio, simplemente creo que los actos de fe y de amor trascienden poderosamente y, como me ocurrió con mi vecina de hospital, nos ayudan a valorar y a confiar en el mar que es esta vida, nuestra vida y aunque no nos digamos nuestros nombres, un simple acto cargado de amor puede transformar toda la vida.

 

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