19 de Abril del 2024

A Dios también le gusta el billar

Por Rolando Ochoa Cáceres / /
A Dios también le gusta el billar
Foto: Especial

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Fue a finales del año 2012 cuando se me ocurrió emprender un negocio. Aquella navidad platiqué con mis padres sobre lo que quería realizar. Había renunciado unos días antes al empleo que tenía porque quería, de alguna forma, probarme en aquél campo del que desconocía todo: los negocios.

Bajo el gran apoyo económico y moral y con los enormes consejos de mis padres, en marzo del 2013 inició una etapa en principio extraña y después con demasiado sentido. Había puesto junto con mis padres un billar demasiado lindo. No era un bar como tal. Era un restaurante (servíamos pizzas, alitas, papas y de vez en cuando jugábamos al master chef) con mesas de billar, juegos de mesa y estaba adornado y amueblado muy al estilo de los 70´s.

Recuerdo aquél día cuando nos decidimos y fuimos a costear las mesas de billar, el horno para las pizzas, las mesas para servir comida, la pequeña barra coqueta, los cuadros, el par de pantallas para pasar los partidos de futbol, los cubiertos, la cafetera, etc. Todo eso se había adquirido con un enorme esfuerzo y creamos un lugar con un ambiente positivo. En aquella plaza en el que pusimos el billar, los otros negocios, aun sin tener el mismo giro, estaban a la expectativa de lo que estaba sucediendo en ese lugar que estábamos rentando y al que, de vez en cuando, llegaba la gente para pasar un momento lindo. Afuera se podía percibir el ambiente. Sonaban los Beatles y la gente reía, sonaban los ruedos del billar chocando, sonaban las risas, sonaba un pequeño universo que habíamos acondicionado desde nuestro gusto y perspectiva. Pensábamos que ese negocio tenía que ser aquél al que siempre deseábamos ir.

Los primeros meses, aquellos de arranque, no iba en absoluto mal, como todo, días bajos, días altos pero permeaba la tranquilidad de poder hacer las cosas con la paciencia suficiente para salir adelante. Junto al billar estaba un gimnasio (al que antes yo acudía) y, por alguna razón, comenzaron a ocurrir cosas que, en su momento, me desagradaron.

Una tarde vi que enfrente de mi negocio, un chico del gimnasio (que pasaba a veces al billar y sólo se dedicaba a observar y luego reía y a veces sus amigos iban a preguntar cosas como precios de las pizzas o el por qué habíamos puesto un billar ahí, luego hacían comentarios burlones, etc) comenzó a levantar su propio negocio y, un mes después, para nuestra sorpresa, puso una pizzería.

Me desagradó pero no me enojé, simplemente supe que tenía que dedicarle más esfuerzo a mi negocio y que por nada del mundo podía dejarme vencer.

Todas las tardes mis padres me acompañaban en el billar y de un momento a otro vimos que comenzó a descender el número de personas que nos visitaban. La gente del gimnasio pasaba cerca de la puerta del billar y reían y hacían comentarios como: “se ve que les va muy bien”.

Desde ahí, el billar comenzó a vivir en números rojos, sorteando los meses… veía lo lindo que era mi negocio y escuchaba su silencio, veía esas ilusiones y aspiraciones que llevaba dentro, y también lo veía marchitarse levemente. Recuerdo mucho aquella vez que al abrir el negocio vi una de mis plantas totalmente marchita aun cuando yo la regaba constantemente. Y también comenzaron a pasar cosas en mi vida un tanto complejas. Me separé de mi pareja, vivía en la preocupación constante y comencé a pensar en la inmediatez de cerrar el billar. Los pocos clientes fieles que tenía se sostenían por horas hablando mil y un maravillas del lugar y me preguntaban el por qué siempre estaba vacío si era un lugar único. Uno de ellos me dijo que había probado las pizzas de enfrente y que no tenían nada que ver con lo que nosotros ofrecíamos. Que todo lo que nosotros ofrecíamos era mil veces mejor. Que a la gente, en muchas ocasiones, no le gusta el éxito de los demás y que por eso, hacen todo lo posible para lograr no adquirir el éxito que uno genera, sino, más bien, arrebatarlo y enterrarlo.

Todas las tardes y todas las noches pasaba tiempo con mis padres. Si no había clientes, jugaba por horas con mi padre y cuando él se iba a descansar, me quedaba con mi madre platicando sobre su vida, me aconsejaba, me decía que no desesperara, me recordaba que tenía un buen corazón, que disfrutara también esa etapa en la que no todo sale bien aunque, en realidad, todo salió mucho mejor de lo que pensé.

Tanto otros negocios como el de la pizzería de enfrente la cual, meses después, se convirtió en un lugar en el que vendían tacos de no sé qué, observaban que mi billar, aun en su soledad, brillaba constantemente. Los poquitos clientes que llegaban no paraban de sentirse satisfechos y alegres, la música sonaba tranquila (porque los del gimnasio ponían su música a todo volumen vaya a saber uno bajo qué fin) y mientras observaba a mis clientes felices, pasaba tiempo con mis padres, pasaba las tardes y las noches como nunca lo había hecho. Después de años de vivir en la ciudad de México y no haber tenido ese contacto constante con ellos, esos momentos comenzaban a significar un orgullo, una revelación y un enorme privilegio.

Durante el mundial del 2014 mi madre enfermó y al saber que tenía poco tiempo de vida decidí junto con mi padre vender lo posible para apoyar a mi madre en su enfermedad.

Poco a poco vi que el billar iba deshaciéndose irremediablemente. Conforme se llevaban las cosas intentaba retener cada momento que viví ahí con mis padres, principalmente, con mi madre. Dejó de sonar la música, dejó de sonar el choque de los ruedos, el horno no prendió más y de un día para otro sólo estaba en ese lugar el silencio y aquellos momentos que jamás recuperaré. Al saberme solo en aquel lugar, deseaba que todo se detuviera. La música del gimnasio seguía sonando y enfrente al lugar que era taquería, le cambiaban de rótulo y ahora es otra cosa, claro, con los mismos dueños. Cerré con las lágrimas en las manos (literal). Mi madre moría y ese lugar que me unió tanto a ella desaparecía totalmente.

Aprendí ese año muchas cosas. Yo pensaba que mi negocio iba mal porque no sabía conducirlo bien pero en realidad, tenía que ser así para disfrutar a mis padres como jamás lo había hecho. Recuerdo a mi madre viéndome desesperado y la recuerdo acariciándome el cabello repitiéndome una y mil veces “no te desesperes”.

Y también, que nunca voy a dejarle de agradecer a esas personas que se burlaron de algo que estaba lleno de amor. Gracias a esa vibra, que alejo a muchos clientes, no sólo pude disfrutar a mis padres muchas tardes y muchas noches, pude reencontrarme con mi madre y pude saber, sin duda alguna, el infinito amor que me tenía pero que muy pocas veces me mostraba.

Casi todos los días paso por aquel lugar donde estaba el billar y sonrío con cierta melancolía. Al cerrar el negocio supe, inmediatamente, que me llevaba conmigo un cofre de recuerdos, de encuentros, de absoluto amor.

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