29 de Marzo del 2024

Comenzó con un cuento y un boleto de autobús

Por Rolando Ochoa Cáceres / /

panza identifi

Estaba buscando un separador de libros. Por alguna razón, la travesía de buscar separadores implica también, en mí, observar el pasado. Dejados en los libros, los separadores probablemente no sólo se ocupan de señalar la continuación de la lectura, también, la memoria que se generó desde ciertas lecturas.

Y así, encontré uno muy particular en el libro “La ley de Herodes” de Jorge Ibargüengoitia. No es un separador adornado. Es sólo un ticket de viaje en el que atrás tiene un número telefónico y un nombre ya casi borroso: “Ana Elena”.

Tras observar la fecha del ticket y el destino al que me dirigía en aquél entonces, pude recordar cómo ese ticket había permanecido guardándose en el título de uno de los mejores cuentos de ese libro: “La mujer que no”.

En abril del 2007 mi novia de aquél tiempo y yo decidimos pasar unos días en Acapulco donde nos esperaría su cuñado y una buena casa de hospedaje. Ambos vivíamos en la ahora Ciudad de México, éramos estudiantes y decidimos alejarnos unos días de la universidad. Una semana antes del viaje, mi padre enfermó y decidí visitarlo en Puebla y procurarlo un poco más. Mi novia decidió ir sola a Acapulco conforme la fecha que habíamos señalado y yo había decidido alcanzarla un par de días después. Después de visitar a mi padre y corroborar su buen estado de salud, regresé a la ciudad de México para hacer mi maleta y al día siguiente, partir hacia Acapulco.

Sin embargo, esa noche, mientras hacía mi maleta y limpiaba un poco el departamento, mi novia por teléfono me decía que estaba de alguna manera molesta conmigo por mi decisión de llegar dos días después. Le explicaba que quería ver a mi padre porque años antes había tenido un infarto y que el verlo enfermo me producía cierta tristeza y que quería cerciorarme de su buen estado de salud. Ella decía que estaba bien pero que podía decirles a mis hermanos que hicieran lo mismo que yo y un enorme etcétera de posibilidades familiares a las que ella se daba crédito de exigir y opinar... Colgamos con cierta molestia.

Al otro día, alistándome ya para irme de viaje, tomé el libro de Ibargüengoitia (llevaba mucho tiempo en el pequeño librero esperando el momento) y fui a la terminal.

Por alguna razón llegué con tiempo de sobra para abordar y aproveché para leer un poco. En ese momento sentí que alguien me estaba observando y al alzar la mirada vi que una chica de ojos café claro, de tez blanca, de cabello ondulado y castaño me observaba. Bajé la mirada y seguí leyendo o intentando leer porque en realidad no dejaba de pensar en esa mirada. Surgieron las preguntas ¿irá también a Acapulco, en mi horario? ¿se sentará cerca de mí?

Me sentí un poco culpable ya que mientras mi novia me esperaba enojada ya en Acapulco, yo pensaba en la mirada de aquella chica que deseaba que viajara en el mismo autobús que yo.

Nos llamaron para abordar y efectivamente, ella hacía fila y volteaba de vez en vez a verme. Le escribí un mensaje de texto a mi novia diciéndole que ya estaba por salir de la ciudad de México y ella sólo contestó que tuviera buen viaje y que me veía en la terminal.

Resultó que llegado a mi asiento me di cuenta que ella iba a ir a mi lado y también que ella había colocado una pequeña bolsa en mi lugar. Sonrojado y con la timidez que me caracteriza en esos embates del destino, le pedí permiso para sentarme y ella sonrío y con voz un tanto ronca me dijo que no había problema.

Estaba temblando y ella sabía que estaba con los nervios por todos lados. Al iniciar el viaje me puse los audífonos, abrí el libro y después de leer los cuentos “El episodio cinematográfico” y “La ley de Herodes”, el destino, la vida o Dios me hacían leer “La mujer que no”.

Al terminar de leerlo, cerré el libro y le subí el volumen a la música. Escuchaba, si mal no recuerdo, el “Samba Bossa Nova” del sello “Putumayo” y alcanzaba a ver de reojo que ella me observaba, que a veces volteaba, que sonreía.

Por la quinta canción me tocó el hombro y con la explosión nerviosa me quité un audífono y le sonreí:

- ¿Está bueno el libro?- Me preguntaba ella con los ojos extendidos hacia la ternura.

- Bueno, apenas llevo unos cuentos y me está gustando demasiado- dije trastabillando, queriendo dar la pinta de interesante y queriendo decirle desde mi lenguaje no verbal que tenía el control de la situación pero eso me era imposible.

- ¿Me lo prestas? Es que... alcancé a leer un poco el cuento que leíste hace rato y no quise ser tan obvia y ya no supe en qué terminó.

En ese momento me di cuenta que la inclinación hacia mí no era producto del acomodo de los asientos del autobús, había sido totalmente intencional y el leve roce de nuestros brazos, soportado unos diez minutos, no había sido de ninguna forma producto de los desvaríos del azar.

Le di el libro y leyó el cuento completo. Reía. Estaba emocionada Me preguntó sobre otros libros del autor y le dije que sólo había leído “Estas ruinas que ves”. Lo anotó en su pequeño teléfono como borrador de mensaje de texto y me dijo que se llamaba Ana Elena, que estaba en su segundo año de medicina y que iba a Acapulco a visitar a su familia. Me preguntó si iba de vacaciones y le dije que sí. Me preguntó si iba solo y le dije que no, que en la terminal me iba a encontrar con mi novia y que pasaríamos unos cuantos días ahí. Me sugirió lugares a visitar y luego me devolvió mi libro que llevaba en sus piernas sostenido con su mano izquierda desde antes de la plática.

Me contó que ella también tenía novio pero que intentaba alejarla de su familia. Le molestaba que fuera de vez en cuando a Acapulco sola y que era muy probable que pronto se separaría de él. Tanto ella como yo, llevábamos el mismo tiempo con nuestras parejas y tanto ella como yo íbamos re pensando nuestros conflictos emocionales.

Me dijo que iba a dormir un poco y yo continué escuchando música. Minutos después también dormía.

Sin darnos cuenta, llegamos a la terminal dormidos, ella en mi hombro izquierdo y yo apoyado en su cabello. Nos despertó otro pasajero y ella y yo nos miramos y nos disculpamos por nuestra postura de descanso. Reímos. Antes de bajar, me pidió una hoja y le dije que las únicas hojas que tenía estaban en el libro. Me pidió el libro y le dije que no, que quería regalárselo y ella sonrío y me abrazó. Me pidió mi boleto, me dijo que me iba a escribir su nombre y su teléfono y que esperaba mi llamada la próxima semana, que quería verme otra vez. Lo escribió con una pluma rosa que tardó en encontrar en su pequeña bolsa.

Al bajar, nos despedimos, tomamos nuestras maletas y vi que su familia ya la esperaba y yo aun esperé algunos minutos en la terminal a que llegara mi novia.

Guardé el boleto en mi maleta y al llegar mi novia me preguntó si no llevaba libro y le dije que no, que lo había olvidado.

En Acapulco pudimos solucionar ciertas diferencias que teníamos y en realidad la pasamos bien. Sin embargo, en pie de la cuesta recordé a Ana Elena y quería llamarle pero me contuve. No podía hacerle eso a mi novia.

Al regresar a la ciudad de México y días después de entrar a la universidad, fui a la librería y compré una vez más “La Ley de Herodes”. Al llegar a mi departamento y teniendo el boleto cerca del teléfono me dije que no era ni el momento ni era lindo llamarle a Ana Elena, y salir con ella implicaría interesarme más allá. Creía en mi novia y ella, de alguna manera, creía en mí. Así que coloqué el boleto dentro del libro, en el cuento “La mujer que no” y ahora entiendo el por qué recordé tanto a Ana Elena en pie de la cuesta, la frase es de Jorge Ibargüengoitia: “Ahora, sólo me queda la foto que tengo en el cajón de mi escritorio, y el pensamiento de que las mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes seductores de la historia), son más numerosas que las arenas del mar.

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