Thursday, 25 de April de 2024

Anda, vámonos al diablo

Domingo, 11 Enero 2015 19:40
Georgina Moctezuma

Gustos y preferencias

Por :
  • Imprimir
  • Email

Columnas Anteriores

Cada vez que conozco a un hombre lo observo con cuidado, me detengo en algunos detalles y después lo clasifico. Solamente hay dos categorías, A. Hombres con los que podría acostarme o B. Hombres con los que no, nunca, ni aunque estuviera muy triste, ni por error, ni por favor, ni por amor, me acostaría. Después procedo a comportarme con ellos conforme a la categoría a la cual pertenecen.

No dudo que, ante esta declaración, alguien podría pensar que se trata de un prejuicio tonto. Lo cual es absolutamente cierto, pero también pienso que debe ser un buen método para hacer amigos o amantes verdaderos, prevenir cualquier malentendido. De cualquier forma, nunca me ha resultado.

Siempre intento ser prudente, ninguno de ellos puede percibir cómo lo señalo mentalmente con el dedo índice antes de colocarlo en uno u otro lado. Tú no, tú tampoco, tú jamás, bueno, sí, tú sí, por supuesto que sí.

Tampoco soy una mujer promiscua. Esta selección no es un escándalo para nadie, todos la llevamos a cabo. Para mí, se trata más bien de un juego, es decir, me divierte.

Así, nunca he pretendido realmente irme a la cama con un tipo Aporque el propósito del juego simplemente es provocarlo. Para eso, es necesario inventar cosas, fantasear acerca de quiénes son y cuál podría ser el modo correcto de hacer que despierte en ellos cierto interés por mí.

Si el tipo es Aentonces hay tres subgrupos más, el de los dementes (A1), el de los aburridos (A2) y el de los tímidos (A3). Si el tipo es B, no me interesa volver a clasificarlo.

Los más frecuentes en mi vida son los A1. En mi opinión, son los hombres más interesantes. Acercarse a ellos puede resultar peligroso, sin embargo, vale la pena arriesgarse. Coquetear con ellos es un fin en sí mismo y las opciones para hacerlo son muy variadas.

Por ejemplo, mi vecino es A1, un demente. He logrado mantener la tensión con él por varios años, a pesar de que no conozco su nombre y nunca he hablado con él, ni siquiera un saludo. Tiene dos perros enormes, cuya raza desconozco, y sale más de seis veces al día, las he contado, a dar un paseo con ellos. Lo hace incluso después de medianoche o muy temprano, antes del amanecer. Desde mi ventana, observo cómo ha salido y aprovecho para hacer lo mismo. Me pongo el abrigo de mi hermano encima del camisón y salgo con una taza de café. Camino por la banqueta sin dar un sorbo y sin despegar la vista del suelo. Avanzo lentamente, coloco el talón de un pie delante de la punta del otro sin dar la zancada. Hasta la esquina y de vuelta a casa. Siento su mirada durante todo mi recorrido. Al volver, observo cómo se ha detenido en mi puerta, inmóvil, con sus dos perros. Se queda ahí un rato, como esperando, mientras yo caliento mi café en la estufa.

Los más difíciles son los A2, los aburridos. Generalmente, son hombres que se odian a sí mismos porque la rutina los consume. Mi fascinación surge por el simple hecho de que, invariablemente, pasan desapercibidos. Algunos mantienen relaciones con mujeres que desprecian pero no se atreven a abandonar. Basta ver sus gestos, cómo tuercen la mandíbula y rechinan los dientes sin abrir la boca para identificarlos.

Conocí a uno de este tipo en un curso escolar. Al principio, procuré mostrarme para él como una chica ensimismada. Poco a poco, lo hice darse cuenta de que podría ser una loca capaz de brincar por la ventana por quién sabe qué trauma de la infancia. Por fin se animó, me siguió, me pidió mi número y comprobé que estaba ahí tan sólo porque quería conocer a una mujer que atestiguara su existencia. Yo también estaba aburrida y quise darle el gusto. En nuestro encuentro, me hice la interesante del modo más falso. Lo saludé con dos besos y un abrazo como si fuéramos íntimos amigos, le conté algunas mentiras acerca de médicos y enfermedades, engolé la voz y pronuncié esas palabras que tanto odio porque me resultan pretenciosas. Me hizo una serie de retratos horribles mientras yo sonreía y entornaba los ojos. Permití que me llevara a un panteón a pesar de la hora y accedí a sentarme entre las tumbas para que él me fotografiara. Finalmente, justo cuando él creía que podría ceder en todo, me preguntó si tenía frío y se lanzó a proponerme que me quitara la blusa. Solté una risotada de franca burla y me negué sin más alboroto. Le pedí que me llevara a mi casa y así terminó todo. Los aburridos duran muy poco.

Mis tímidos son hombres que sobrepasan los cuarenta años, viven con sus padres y hacen el súper con ellos. Ensombrecidos por el fracaso, visten la camisa bien planchada por dentro del pantalón. Con ellos nunca intento demasiado porque son hombres de los que podría enamorarme, sin remedio, y no se trata de eso.

Conozco a pocos y así está bien. Uno de ellos, es el mesero de la fonda a la que a veces llego por un tazón de caldo. Conmigo es muy amable, ya no se sorprende de que ocupe una mesa para mí sola y pida el primer tiempo. Tal vez piensa que no tengo el dinero suficiente para el menú completo y por eso insiste en invitarme, por lo menos, el agua. Entonces me niego, no gracias, no me gusta, a menos que sea de jamaica y sin azúcar. Sonrío. Bueno, y me trae una jarra pequeña que no me apetece pero bebo completa porque no quiero perderme de sus atenciones. El juego con él es breve y predecible. Termino el caldo y el agua sin despegar los ojos del televisor pequeño en el fondo de la sala. No tenemos más conversación, pago sin pedirle la cuenta y dejo de propina las monedas suficientes para cubrir el costo de la jarra. Cuando él está ocupado en la cocina, aprovecho el momento para salir deprisa.

Me gusta ser la mujer que no soy y no puedo ser más que aquí: en los relatos que me escribo.

Más en esta categoría: El puente »