Friday, 19 de April de 2024

Cultura para mortales

Domingo, 02 Noviembre 2014 18:59
Sarah Banderas

Acá en Huaquechula: el banquete del que cantaba

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-Ma ¿cuántos chivos mandaste matar?

-Pus don Hilario me aconsejó que tres. Dice que él cuando tuvo lo de su nieto puso dos y le hizo falta. Pero bueno, ya ves que ese año se dejó venir mucha gente. Yo creo que con tres sí nos alcanza.

Sobre el mantel blanco desgastado se encontraban dispersas las fotografías. Él soplándole al pastel. Él cargando a su hijo en el bautizo. Él con sus padres en la fiesta de navidad. Él bailando con su esposa. Él con sus compañeros en los dormitorios. Él diez años más joven jugando fútbol.

Ella de pie, al lado de la pequeña mesa de la cocina, las contemplaba con esa tristeza que desde hacía ocho meses nublaba sus ojos. Cada fotografía remitía a un recuerdo. El ayer volvía como ráfaga de viento que refresca en el calor pero estremece en el frío. La memoria se colmó de imágenes y voces. Tembló al evocar esa voz áspera que resonaba en cada rincón cuando cantaba. Lo vio acomodado en su silla con la guitarra entre los brazos, la cerveza a medio tomar y el cigarro consumiendo el aire, mientras ella y su familia lo acompañaban: la barca en que me iré, lleva una cruz de olvido, lleva una cruz de amor y en esa cruz sin ti, me moriré de hastío. El pasado se instaló por unos segundos en la misma mesa que hoy cargaba los instantes de su vida y se marchó dejando a su paso soledad y tristeza. Ya no lloraba. Las lágrimas encontraron refugio en la cotidianidad que no se detiene ante las ausencias.

-Oye ma ¿y los abuelos van a poner otro altar? es que los vi comprando hartas cosas en el mercado- a sus nueve años trataba de entender los misterios de la muerte. La pérdida de su padre lo empujó a una madurez prematura.

-No mijo, sólo vamos a poner uno aquí. Ellos nos van a ayudar con algunas cosas porque con lo de los chivos ya me quedé sin dinero. De por sí tuve que pedir prestado.

-Yo tengo dinero de mis domingos. Voy a comprar las flores.

-Ay mijo mejor guárdelos pa cuando necesite pa su escuela o su ropa…

-No ma, esto es pa mi papito- dijo tajante, como adulto que reprende a un menor.

Tres días antes comenzaron los preparativos. Ponían todo su empeño en armar la primera ofrenda. Era el último homenaje que podían regalarle.

Los muebles de la sala y del comedor se amontonaron en la recámara del pequeño. Unos encima de otros impedían el paso al cuarto. Algunas sillas se apilaron en la recámara de ella. Para abrir el clóset tenía que sacarlas al pasillo y luego volverlas a meter.

La cocina se convirtió en almacén general. Cajas de frutas y de dulces, pan de muerto, veladoras y cirios, manteles, rollos de tela, imágenes de santos y cazuelas para la comida estaban por todos lados. Las fotografías encima de la mesa seguían en pasarela para escoger, cuando terminaran, las que habrían de protagonizar el altar.

El pequeño comenzó a apilar las cajas para formar tres pisos. Las cubrieron con manteles blancos mandados a hacer especialmente para la ocasión. Las orillas tenían un bordado amarillo que haría juego con las flores de cempasúchil. Alrededor de la habitación y sobre las ventanas colgaron la tela satinada en forma de guirnaldas, para darle un toque de majestuosidad.

Al día siguiente completaron la tarea. En cada uno de los niveles colocaron naranjas, plátanos, calabazas y tejocotes. Cocadas, palanquetas, monjitas y glorias. Al centro, las bebidas favoritas: cerveza y ron para su deleite y un vaso de agua para saciar su sed a su llegada del largo viaje. La inolvidable guitarra como centinela de la ofrenda.

Grandes calaveras de azúcar custodiaban el retrato principal. Él con su uniforme. Su sonrisa ataviada con el bigote acaparaba las miradas. Sus grandes ojos negros fijos en la puerta de entrada darían la bienvenida a los transeúntes.

Un día antes de la gran celebración el hombrecito de la casa llegó cargado de flores amarillas y anaranjadas. Sentado en el suelo, las deshojaba para regarlas alrededor de la ofrenda. Una cruz de cempasúchil recibiría a los visitantes. Los floreros blancos alrededor de la habitación terminaron de armonizar el ambiente. En la ofrenda sólo quedaron los espacios que habrían de llenarse a la mañana siguiente con las cazuelas del mole, los tamales y el arroz.

Pero el altar de muertos era sólo la mitad de aquella espléndida conmemoración. En su pueblo el ritual exigía que una vez que la gente terminara de contemplarlo, se dirigiera al patio de la casa a comer lo que los anfitriones ofrecieran para celebrar la visita del difunto. Aquello debía ser una gran fiesta.

Los familiares del festejado limpiaron y adornaron el pequeño espacio detrás de la casa.  Las mesas y sillas rentadas fueron acomodadas. El cempasúchil, que nunca faltaba en esos momentos, adornaba el comedor improvisado.

-Mañana te vas tempranito con tu abuelo a recoger la barbacoa. No quiero que nos agarren las prisas; vaya a serla de malas que empiece a llegar la gente y nosotros no tengamos las cosas listas.

-Oye ma, fíjate que me encontré a doña Aurora de vuelta del mercado y me dijo que en su casa sólo iban a dar esquites con limón porque no tenían dinero. Que habían hecho muchos gastos pal sepelio de su hija y como tenía repoquito que se había muerto…-platicaba mientras esparcía los pétalos por la casa.

-Ay mijo pus es que imagínate, no se esperaban que se les fuera la María. Así como nosotros con tu papá. Pero por lo menos tuvimos algo de tiempo pa ahorrar pal chivo y que tus tíos pusieran el otro. Yo como quiera ya iré pagando lo que me prestaron. Pero ellos sólo tenían a la María que los mantenía. ¿Sabes qué? vete a llevarles unas flores y unas naranjas para su altar.

-¿Y el próximo año vamos a volver a hacer lo mismo? -preguntó al tiempo que juntaba el pedido en una bolsa para llevarlo a los vecinos.

-Ay no ni Dios lo quiera. Es mucho gasto y harta friega. Según la tradición del pueblo las familias a las que se les murió un pariente en este año, además de poner su primera ofrenda toda de blanco, tienen que abrir sus casas a la gente y darles de comer. Ya pal otro año si quieres le ponemos uno chiquito y de hartos colores…

-Pero a mí me gusta este grandote que le hicimos ma- lo contemplaba embelesado por el tamaño, el blanco deslumbrante y los aromas que inundaban el lugar. Ella también lo contemplaba. Se sentó en la silla y suspiró. “Si me llego a morir primero mi vida me entierras junto a mi madre” le decía ella. “Y para que no me llegues a extrañar todos los días te voy a ir a cantar al panteón aquí tienes las llaves de mi alma, puedes entrar a la hora que tú quieras…” contestabaél mientras sonaban los acordes de su inseparable compañera.

El día tan esperado llegó. Cuando las cazuelas faltantes tomaron su lugar en la ofrenda, la barbacoa estuvo dispuesta en las ollas, las docenas de tortillas envueltas en papel y las salsas en los pesados molcajetes, se abrieron las puertas de la casa de “el  que cantaba” para recibir a los visitantes.

Mujeres, hombres, niños y viejos del pueblo, de fuera, de lejos, entraban a admirar el altar y a comerse un taco que ofrecían los anfitriones.

“Nomás cómete uno porque todavía nos faltan como quince casas” se decía en las mesas.

“Mira mamá este tiene unas calaveras de dulce bien grandotas” gritaban los pequeños sorprendidos.

“¿Por qué le pusieron esa guitarra papá?” no faltaban las preguntas indagatorias.

Dentro de la casa se vivía una fiesta solemne. Juran que el mismo cielo se estremecía al oír su llanto. Cómo sufrió por ella que hasta en su muerte la fue llamando se escuchaba cada hora al repetirse el disco con las canciones preferidas de él. Nadie podría imaginar que hacía tan sólo ocho meses en ese mismo espacio, se encontraba su cuerpo profanado por las balas, resguardado por docenas de velas, las mismas que hoy iluminaban el camino de vuelta y que antes habían alumbrado el de ida.

Los deudos aun portaban sus vestimentas negras. Mientras la viuda acarreaba platos, servía comida y limpiaba mesas, la mamá del festejado daba la bienvenida a los visitantes.

-Déjeme decirle que está rebonito su altar. Bien chulo con ese blanco brillante en todas partes. Yo le dije a mi marido desde tempranito “ándale viejo vamos a Huaquechula a ver las ofrendas, a fin que está cerquitita de Puebla”. ¿Y cuántos días dura esto oiga?- el olor de la barbacoa se mezclaba con el de las flores, las frutas y el copal.

-Nomás dos. El primero y el dos de noviembre. Pero con eso nos basta y sobra. Viene harta gente. Imagínese darle de comer a tantísimas personas. Mañana a las doce de la noche cerramos la puerta y despedimos a mijo.

Al cumplirse el plazo de la tradición, la familia se reunió alrededor de la ofrenda para despedir al festejado, con la promesa de esperar su venida el próximo año. El pequeño apagó cada una de las veladoras, anunciando que su papá ya estaría de regreso en su nueva morada. Fatigados y contentos por la misión cumplida, se sentaron en las mesas del patio a cenar lo que había sobrado. Después de compartir algunas anécdotas sobre la jornada, el hombrecito de la casa tomó la guitarra y se la entregó al mayor de sus tíos ahí junto a mi cruz tan sólo quiero paz, sólo tu corazón, si recuerdas mi amor, una lágrima llévame por última vez y en silencio dirás una plegaria y por Dios, olvídame después.  

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